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Estados Unidos, su tradición republicana amenazada

Uno de los principios fundamentales de la filosofía política moderna y que se extiende al mundo contemporáneo tiene relación con la separación de los poderes del Estado como resguardo del buen gobierno y del respeto a los derechos y garantías de los ciudadanos. El tema ya lo planteaba Charles de Secondat Montesquieu en 1748, cuando publicaba su más famoso libro, “El Espíritu de las Leyes”. Con ello, para muchos, nace la sociología política, con la investigación de los fundamentos de las formas de gobierno. Muy influenciado por Locke y especialmente por Maquiavelo, expone la existencia de tres formas básicas: la monárquica, sustentada en el honor; la republicana que descansa en la virtud; y la despótica, que se asienta en el temor. A su juicio, cada forma de gobierno depende de factores asociados a las tradiciones culturales, la economía, la geografía y hasta el clima.

Han pasado casi tres siglos desde que Montesquieu publicó su obra y si bien es cierto ha existido un especial revisionismo de algunos de sus fundamentos, otros siguen manteniendo una tremenda actualidad. Su idea básica se sustenta en el hecho de que cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistratura se concentran las potestades ejecutivas, legislativas y judiciales, no puede haber libertad, porque se puede temer que el mismo monarca o senado puedan hacer leyes y ejecutarlas tiránicamente. No hay libertad, si la potestad de juzgar no está separada de la potestad legislativa y ejecutiva. Si estuviese unido a la potestad legislativa, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario; debido a que el juez sería el legislador. Si se uniera a la potestad ejecutiva, el juez podría tener la fuerza de un opresor.

El parafraseo de las palabras de Montesquieu nos resuena con fuerza en nuestra visión política contemporánea y los sistemas constitucionales, muy extendidos en el mundo actual, que parten de la rigidez de este principio, aunque en la práctica algunas atribuciones pueden poner en entredicho la real existencia de la separación y equilibrio de los poderes del Estado que tanto pregonaba Montesquieu a mediados del siglo XVIII.

En nuestra realidad Latinoamericana se ha impuesto una lógica más cercana al presidencialismo, en donde el poder ejecutivo está unos peldaños más arriba de los otros poderes del Estado, incluso se han creado instituciones que limitan el real alcance e influencia de algunos poderes.

En el caso chileno, que es el que más conozco, el poder ejecutivo es colegislador, participa de manera decisiva en la formación de las leyes, ya sea como consecuencia de la exclusividad presupuestaria, a través de la legislatura extraordinaria, de las urgencias e incluso del derecho a veto a los trámites legislativos. En alguna oportunidad escuché a un legislador chileno decir: “En nuestro Congreso, el dueño de casa es el presidente de la República”.

Con respecto a lo segundo, y también aplicando desde el caso chileno, la creación del Tribunal Constitucional, desde la época de la dictadura de Augusto Pinochet, viene a reemplazar atribuciones que deberían corresponder, en cualquier otro sistema democrático, al poder Judicial, con mucho el más vilipendiado de los poderes en nuestra tradición latinoamericana.

Me llamó mucho la atención, cuando hace algunos años leía el libro de Peter Watson, “Ideas, Historia Intelectual de la Humanidad”, planteaba, en su capítulo referido a la “Invención de Estados Unidos”, unas cuantas reflexiones que marcaban distancia entre los Estados Unidos y la América Latina. Explicitaba que había sido en el ámbito de la política en donde el genio y la energía de los primeros americanos se manifestó de mejor forma. Destacando el aporte de hombres como Franklin, Jefferson, Paine, Adams, Priestley entre otros. Justificaba que  los actuales territorios estadounidenses contaban con algunas ventajas con respecto a las condiciones de la Europa de la época que también buscaría avanzar en estas materias. Destacaba Watson la monarquía distante, el hecho de que no hubiera una iglesia establecida y, por tanto, tampoco una jerarquía eclesiástica, en definitiva, carecía de imperio, de sistema jurídico, de pompa y de tradición. Situación de la que la política se habría beneficiado.

Todo lo anterior habría favorecido en velocidad, contenido y dirección a los acontecimientos que se desarrollaron. Mientras las naciones de Europa habían tardado generaciones en desarrollar identidades diferenciadas, en el norte de América habría nacido en tiempo récord una nueva nación, con una profunda conciencia de sí misma y una identidad distintiva desarrollada en una sola generación. Surgía, en palabras de Watson, un nuevo nacionalismo, que no había sido impuesto por un conquistador o un monarca, que no dependía de una iglesia establecida ni tampoco, de manera muy exclusiva, de la confrontación con un enemigo tradicional, muy por el contrario, en palabras de Watson, habría surgido de la voluntad popular.

Al no contar con un monarca, una corte, una iglesia establecida y siguiendo la tradición de “los padres fundadores”, y en su sabiduría, se confiaron a la ley. El documento fundacional al respecto era la Declaración de Independencia, y fueron fundamentalmente abogados los que redactaron los borradores de las constituciones de los distintos Estados y de los Estados Unidos. El proceso revolucionario estadounidense no estaba, intelectualmente mediatizado por filósofos, poetas, dramaturgos o novelistas. Ningún escrito podía compararse con los documentos políticos de Jefferson, Adams, Paine, o Wilson. La nueva nación era una construcción casi exclusivamente jurídica, que tenía en la política y en el derecho sus elementos constitutivos. “Se deshicieron del derecho eclesiástico, del derecho administrativo e incluso de los tribunales de equidad y limitaron el alcance de la jurisprudencia, todo lo cual tenía un tufo a privilegio y corrupción propio del Viejo Mundo. Fue esta la actitud que dio la supremacía al poder judicial y del control judicial de la legalidad”. (Watson, páginas 925 y 926)

Son estas palabras, extraídas literalmente del libro de Watson, las que quería explicitar, ya que me alarmaba que la forma de personificar el poder, en la actual administración de Donald Trump, pasaba a llevar uno de los aspectos fundacionales más destacado de los Estados Unidos. La imagen internacional que se proyecta es de una especie de monarca, situación que el mismo Trump ha buscado evidenciar, que pasando por aspectos que nos parecen parte de la legalidad vigente, tomaba medidas de manera discrecional y, en palabras de Montesquieu, hasta despóticas, con prescindencia de los demás poderes del Estado y qué decir de los acuerdos internacionales firmados con otras naciones por las administraciones anteriores.

En las últimas semanas hemos percibido unos atisbos reconfortantes al respecto. Un tribunal federal estadounidense dictaminó que el presidente Donald Trump se extralimitó en su autoridad al imponer hace dos meses aranceles globales, lo que representa un duro golpe para un aspecto clave de las políticas económicas del mandatario.

El Tribunal de Comercio Internacional dictaminó que una ley de emergencia invocada por la Casa Blanca no otorga autoridad unilateral al presidente para imponer aranceles a casi todos los países del mundo.

El tribunal compuesto por tres jueces y con sede en Manhattan, determinó que la Constitución de Estados Unidos otorga al Congreso poderes exclusivos para regular el comercio con otras naciones, y que esto no queda suplantado por la competencia del presidente para salvaguardar la economía nacional.

Sin duda que la apelación del mandatario a esta medida es la expresión más concreta del personalismo de la actual administración que desprecia la tradición republicana, el orden jurídico estadounidense y la separación de los poderes del Estado. Es el momento en que la ciudadanía estadounidense se exprese mayor fuerza al respecto. Un atisbo de ello es la encuesta por CNN a principios del mes de marzo pasado. En el sondeo quedó al descubierto que existe preocupación entre los estadounidenses por las ansias de Trump de obtener más poder. Poco más de la mitad de los ciudadanos, un 52%, cree que el mandatario ha ido demasiado lejos en utilizar el poder presidencial. Mientras tanto, un 39% dice que ha actuado bien y un 8% señala que, hasta ahora, no ha ido lo suficientemente lejos.

Creo que por primera vez en la historia de Estados Unidos la institucionalidad republicana de la que se han vanagloriado los estadounidenses desde sus orígenes está realmente amenazada.