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Leer el momento  

La mano dura que ha empezado a ejercer Estados Unidos en materia geopolítica frente a Latinoamérica, en particular el Caribe, en el marco de la citada “Guerra contra los Carteles”, está lejos de ser un embeleco de Donald Trump. Es, más bien, el primer paso de un proceso histórico que se viene gestando desde hace mucho tiempo y que es resultado del rumbo hacia el aislacionismo que parece predominar tanto en los círculos de poder como dentro del electorado estadounidense. Empatar ese rumbo aislacionista con un incremento de la injerencia política y militar en el continente latinoamericano puede parecer extraño, pero dicha dualidad debe analizarse bajo el contexto apropiado. En gran medida, esa tendencia al aislacionismo se predica de que el aparato industrial y militar de Estados Unidos ya no tiene la capacidad de sostener un despliegue que implique proyectar un poder militar abrumador en distintos rincones del mundo de forma simultánea, de sostener, por ejemplo, esfuerzos militares en Ucrania y Taiwán al mismo tiempo mientras mantiene la capacidad de operar en todo Oriente Medio. Puesto a la par de esa otra realidad, la visión de unos Estados Unidos geopolíticamente retraídos de esos escenarios, limitando la proyección de su poderío a su propio patio trasero, puede en efecto considerarse aislacionista.

Traigo esto a colación para reforzar la idea de que estamos viendo, en tiempo real, la conformación de un nuevo orden mundial que necesariamente conlleva un cambio de paradigmas en el panorama geopolítico de Latinoamérica. Esta nueva dinámica, en la que los gobiernos del continente deberán permanecer alineados a Estados Unidos, depende del desenlace que tenga la incursión estadounidense en Venezuela. Si se logra una transición funcional hacia la democracia con la salida del régimen chavista, y con ella se precipita la caída del régimen cubano, que es la apuesta del actual Secretario de Estado, Marco Rubio, se podría acelerar la reconfiguración política de la región. De ahí la importancia de llevar a buen término la operación militar ya en marcha en las costas venezolanas, no solo para Trump, sino para los intereses geopolíticos del establishment estadounidense.

Todo lo anterior constituye una realidad en la cual Colombia debe saber posicionarse y moverse si aspira a tener un papel protagónico en ella, aun dentro de sus limitaciones. Sin embargo, el actual gobierno parece empeñado en perseguir el camino del héroe romántico y, al hacerlo, muestra la verdadera cara de su ideología, optando por desechar los posibles frutos de haber sostenido la alianza en seguridad más estable del continente, aquella que se llevaba con Unidos antes de la llegada del gobierno Petro. Esto, por lanzarse al apoyo del tirano Nicolás Maduro a cuenta de una simpatía ideológica de la cual luego él y sus votantes buscan desmarcarse. Visto de manera pragmática, es claro que en Colombia coexisten dos tipos de operadores políticos: unos que ven esta realidad como la oportunidad de fabricar nuevos mártires para engordar las ya saturadas bitácoras de la languideciente izquierda regional y alcanzar así el propósito ilustre de hacerse inolvidables, y otros que leen el momento como una oportunidad histórica para apalancarse de la fortaleza de los nexos entre ambos países a fin de proyectar el crecimiento económico y la importancia comercial de Colombia en la región, junto con una recuperación real del territorio nacional mediante la presencia de un aliado más que capaz y dispuesto a desplegar su poder militar contra las estructuras del narcotráfico.

Hay quienes vaticinan que, similar a lo ocurrido recientemente en Honduras o Argentina en fechas recientes, la elección del próximo año en Colombia podría definirse en gran medida por la injerencia de Estados Unidos. Es posible. Sin embargo, lo innegable es que el panorama de desarrollo nacional, el vulgarmente llamado “futuro del país”, será determinado en gran medida por la postura que asuman los futuros gobiernos dentro del nuevo marco fijado por Estados Unidos. Y eso sí debería influir en cualquier voto informado de cara a las próximas elecciones. Una presidencia de Iván Cepeda representa, por escándalo, la opción más desfavorable. Significa, muy probablemente, que Colombia tome un rumbo solitario, con una diplomacia de perro rabioso en la región, enfocada en sostener una narrativa ideológica alineada con un régimen cubano y venezolano al borde del colapso, y con el potencial de significar décadas de atraso en un mundo del que el país podría ser un gran beneficiario.

Solo esa opción representa una suerte de suicidio nacional para Colombia. Nada similar ocurre con las propuestas de centro ni con las de derecha. Y entre más tiempo pase sin que se consolide un único candidato de derecha capaz de derrotar a Iván Cepeda en segunda vuelta, apostarle al centro para asegurar la derrota de la izquierda se vuelve un prospecto cada vez más seductor para el votante de derecha.