Diciembre y violencia intrafamiliar: ¿fiesta para todos?
Diciembre suele representarse como el mes de la unión familiar, de las celebraciones y la cercanía afectiva. Sin embargo, bajo las luces y los rituales festivos hay una realidad menos visible que año a año se intensifica: el aumento de la violencia intrafamiliar. Mientras los discursos comerciales insisten en una Navidad de armonía, los servicios de emergencia, comisarías de familia y líneas de atención reciben un incremento de casos precisamente en las fechas que socialmente se viven como “las más felices”. La paradoja es contundente: cuando más se exalta la familia, más se hace evidente su fragilidad.
El fenómeno se explica, en parte, por la convergencia de múltiples factores que diciembre condensa: el cierre de año laboral y académico, la presión económica de los regalos y celebraciones, el consumo frecuente de alcohol, expectativas ideales sobre la convivencia y la permanencia prolongada en el hogar con personas con quienes pueden existir tensiones previas. Todo ello opera como un catalizador de una problemática que no nace en diciembre, pero que se agrava en estas fechas, especialmente en hogares donde ya hay patrones normalizados de control, dominación o agresión.
Las estadísticas que difunden entidades territoriales y organizaciones sociales evidencian un patrón reiterado: las llamadas de auxilio por violencia intrafamiliar aumentan durante las semanas decembrinas y los fines de semana festivos. Sin embargo, las cifras registradas son apenas la punta del iceberg. La violencia en el ámbito familiar se caracteriza por su subregistro: muchas víctimas no denuncian por miedo, dependencia económica, presión social o porque el agresor forma parte de su círculo inmediato de soporte. Por ello, afirmar que en diciembre incrementan “las denuncias” no significa necesariamente que haya más violencia, sino que esta alcanza niveles que ya no pueden ocultarse.
Desde una perspectiva constitucional, la protección de las personas en el núcleo familiar es una obligación reforzada del Estado. La violencia intrafamiliar no es un problema exclusivamente privado: es un asunto de interés público porque afecta bienes jurídicos como la dignidad humana, la integridad personal y la estabilidad misma de la familia como institución. Sin embargo, el Estado suele responder de forma predominantemente reactiva: campañas de denuncia, mayor presencia institucional, atención de urgencias y apertura de procesos penales que, aunque necesarios, llegan cuando el daño ya está consumado.
El Derecho Penal cumple un papel fundamental al sancionar estas conductas, visibilizar su gravedad y enviar un mensaje de intolerancia frente a la violencia doméstica. No obstante, su enfoque naturaleza es represivo y tardío: sólo interviene cuando el delito ya se ha cometido. La vía penal no puede —por sí misma— modificar las dinámicas de poder, los patrones culturales de subordinación o las violencias silenciosas que se gestan durante meses o años. Pretender que la persecución penal “solucione” el problema es delegarle una función que la norma no está diseñada para cumplir: transformar realidades sociales profundamente arraigadas.
La víctima que denuncia en diciembre requiere protección inmediata, acompañamiento psicológico, redes de apoyo, atención a sus hijos y una garantía efectiva de que no regresará al mismo círculo de agresión. El proceso penal, con sus tiempos largos, sus exigencias probatorias y su estructura adversarial, suele ofrecer respuestas que son útiles en el largo plazo, pero insuficientes frente a la urgencia de quien teme por su vida durante una celebración familiar. De ahí la necesidad de fortalecer las herramientas extrapenales e intersectoriales: las medidas de protección inmediatas, el seguimiento por comisarías de familia, la intervención psicosocial temprana, y estrategias sostenidas de prevención enfocadas en género y niñez.
Este no es un fenómeno aislado en Colombia: estudios internacionales muestran que las fiestas navideñas pueden incrementar el riesgo para las mujeres, niñas, niños y adultos mayores. Cuando la convivencia obligada se produce en entornos marcados por la desigualdad o la violencia previa, la festividad se convierte en un terreno fértil para la agresión. La presión social de mostrarse felices y unidos puede llevar a que muchas víctimas callen o retrasen la búsqueda de ayuda, porque “no se daña la Navidad” o porque “la familia no se divide en estas fechas”. Esa narrativa cultural también victimiza.
Por ello, la estrategia no puede limitarse a “reforzar diciembre”. La prevención debe entenderse como un ejercicio permanente, con observación comunitaria, políticas educativas que promuevan relaciones respetuosas y una institucionalidad que se anticipe al riesgo. Las comisarías de familia deben contar con recursos efectivos para vigilar el cumplimiento de las medidas de protección, la atención psicosocial debe continuar mucho después del primer evento violento, y el sistema de salud, la escuela y los programas sociales deben actuar como sensores tempranos que alerten antes de que el conflicto escale.
El desafío está en entender que la violencia intrafamiliar no se enfrenta únicamente con cárcel, sino con presencia estatal sostenida. Diciembre, con su brillo y su promesa de amor comunitario, deja al descubierto una falla estructural: nuestros hogares, lejos de ser siempre refugios, pueden convertirse en los lugares más peligrosos para quienes tienen menos poder dentro de ellos. Garantizar que la Navidad —y cualquier fecha— pueda vivirse sin temor es una obligación estatal que no puede seguir posponiéndose.
Porque la dignidad humana no admite temporadas bajas. El derecho a vivir sin violencia no puede depender del calendario ni de tradiciones sociales. Diciembre nos recuerda, con crudeza, que mientras para unos la fiesta está en plena celebración, para otros apenas comienza una larga noche que no termina con las luces del pesebre.