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Un país que se dispara en el pie

Durante gran parte del siglo XX, Estados Unidos cultivó en silencio su mayor milagro: convertirse en el imán intelectual del planeta. La guerra, el hambre, la persecución y el miedo, empujaron hacia sus costas a los mejores cerebros de Europa, Asia y América Latina. Y allí, en sus universidades públicas, en sus centros de investigación y sus startups nacientes, florecieron en un territorio donde las ideas eran la única ciudadanía que importaba.

Así nació el siglo americano. No sólo en Wall Street o en Hollywood, sino en los laboratorios de física, en los quirófanos, en las aulas donde se cocinaban descubrimientos que no sólo harían millonarios a algunos, sino que cambiarían la vida de muchos.

El milagro fue, en buena parte, inmigrante. Entre 2000 y 2014, más de un tercio de los premios Nobel estadounidenses en ciencia fueron ganados por inmigrantes. Casi el 40% de los desarrolladores de software en 2019 tenían raíces extranjeras, y en los mejores centros de investigación contra el cáncer, como el MD Anderson, el 62% de los científicos venía de otros países.

Pero hoy, ese milagro está en jaque. No por enemigos externos, ni por desastres naturales, sino por una autolesión cuidadosamente administrada. Bajo la administración Trump, comenzó una guerra abierta contra las universidades, los investigadores, los estudiantes extranjeros. Billones de dólares de financiación en ciencia han sido congelados o eliminados. Los institutos nacionales de salud y la Fundación Nacional de Ciencias fueron abatidos como daños colaterales de una cruzada ideológica.

Mientras tanto, el resto del mundo no esperó. China, que en 2010 tenía apenas 27 universidades entre las 500 mejores del mundo, hoy cuenta con 76. Publica más artículos científicos en revistas de prestigio que cualquier otro país. Lidera en patentes, en ingeniería, en innovación disruptiva. Poco a poco, le arrebata a Estados Unidos su lugar en el podio del conocimiento.

La última gran ventaja estadounidense, su capacidad de atraer a los mejores y más brillantes del planeta, también empieza a erosionarse. Según una encuesta reciente de Nature, el 75% de los investigadores estadounidenses consideraba seriamente dejar el país. Europa, Canadá, Australia, Asia, todos están listos para recibir a esos talentos con brazos abiertos, visas rápidas y laboratorios modernos.

La historia tiene un extraño sentido del humor. El país que entendió antes que nadie que la prosperidad se escribe en laboratorios y aulas, hoy demoniza a sus universidades, hostiga a sus científicos, deporta a sus estudiantes. Como si no entendiera que los imperios no mueren por las armas de otros. Mueren por su propio desprecio al conocimiento.

Y mientras vemos cómo uno de los grandes protagonistas de la historia moderna se desliza hacia la irrelevancia intelectual por decisión propia, cabe preguntarnos qué hemos hecho nosotros, desde este lado del continente.

Colombia ha cometido el mismo error, pero sin haber probado nunca el milagro. No tuvimos una gran era de ciencia, ni una época dorada de investigación, ni una política sostenida de privilegio a la cultura y las artes. Hemos vivido, más bien, bajo gobiernos que recortan presupuestos de educación mientras multiplican los de la guerra; en sociedades que aplauden el entretenimiento inmediato mientras desprecian el pensamiento crítico; inmersos en lógicas perversas que marginan a los creadores, a los científicos y a los innovadores.

No es casualidad que nuestros talentos deban migrar para florecer. No es casualidad que aún peleemos batallas que el conocimiento hace rato resolvió en otras latitudes. La prosperidad no cae del cielo ni nace del azar, se construye, día a día, con inversión, educación, y respeto por el saber.

Si Estados Unidos no corrige su rumbo, perderá el lugar que durante casi un siglo construyó como motor de la innovación y el conocimiento global.

Si nosotros no empezamos siquiera a recorrer ese camino, condenaremos a generaciones enteras a seguir viviendo en los márgenes de la historia.