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El presente no perdona

Nuestra relación con el pasado es incómoda. Nos tropieza, nos acusa, nos revela detalles que preferiríamos olvidar, pero no podemos dejar de mirarlo. Es como quien mira un accidente en la carretera. No deberíamos, pero no podemos evitarlo. 

Pero mirar hacia atrás es sano, siempre y cuando no pretendamos que el pasado se comporte como un perro amaestrado que viene cuando lo llamamos y se sienta donde le ordenamos. Si tenemos eso claro, volver a él es útil y necesario. Nos ayuda a entender en qué hemos mejorado y en qué seguimos igual de torpes. Sirve para comprender que la humanidad nunca ha sido particularmente buena en eso de evolucionar en línea recta. Caminamos dos pasos, retrocedemos tres, tomamos una curva innecesaria y luego celebramos porque “aprendimos mucho en el proceso”. El mapa de nuestros progresos parece dibujado por alguien ligeramente ebrio. Pero funciona… a su manera.

El problema viene cuando sacamos la lupa del presente y pretendemos evaluarlo todo, convencidos de que nosotros sí entendemos cómo funciona el mundo. Juzgamos a las generaciones pasadas desde nuestro pedestal de superioridad tecnológica y ética, mientras dejamos que un algoritmo decida qué pensamos, qué vemos y qué compramos. Seguro que si alguien del siglo 19 viera cómo actuamos, también nos pondría una pésima calificación.

Mirar el pasado o el futuro, con la lupa del presente es un error enorme. Ambas operaciones producen distorsión. El presente es miope, impulsivo, exagerado, ansioso y un poquito narcisista. Es como el amigo que aconseja con convicción, pero cuya vida es un desastre.

Cada época tiene sus luces y sus sombras, sus aciertos y sus metidas de pata monumentales. Nosotros no somos la excepción, simplemente tenemos mejores cámaras para registrarlo todo y redes sociales para amplificar la vergüenza. Y creer que somos moralmente superiores por vivir en 2025, es como sentirnos más inteligentes que Da Vinci porque sabemos usar Spotify.

El riesgo de juzgar sin contexto es que terminamos creando un pasado a la medida, casi un holograma cómodo donde eliminamos lo incómodo y exageramos lo conveniente. Y eso, además de ser históricamente torpe, es emocionalmente infantil. La memoria no es un juguete de feria, es un artefacto delicado que requiere cuidado, complejidad y humildad.

El pasado no necesita que lo pintemos bonito ni que lo convirtamos en villano. Necesita que lo entendamos. No para absolverlo ni condenarlo, sino para evitar repetirlo como si fuera la novedad del trimestre. Al fin y al cabo, pocas cosas resultan más humillantes que tropezar con la misma piedra que tropezaron nuestros bisabuelos, claro está, mientras llevamos zapatos deportivos con tecnología antideslizante.

El pasado es terco, no retrocede cuando le ordenamos, ni cambia porque nos dé un ataque de corrección política retroactiva. Eso sí, enseña, aunque sea a la fuerza, y nuestra única responsabilidad es aprender algo de él, antes de que nos toque convertirnos en recuerdo. Y ojalá, cuando llegue ese momento, quienes nos miren puedan hacerlo con esa generosidad que a nosotros mismos nos cuesta tanto ejercer.

Lamentablemente, nunca lo sabremos.