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Cepeda–Fajardo: una segunda vuelta por la democracia

Durante los últimos días, las encuestas han empezado a perfilar un escenario que, hace apenas dos años, muchos habrían considerado improbable: una segunda vuelta presidencial disputada entre Iván Cepeda y Sergio Fajardo, dejando por fuera a las expresiones más ruidosas de la extrema derecha y a los sectores tradicionales que durante décadas dominaron la política colombiana. Si esta configuración se consolida, no sería una casualidad estadística, sino la prueba más contundente de que Colombia cambió, y de que el país ya no se deja arrastrar por los discursos de odio, de miedo y de caos que ciertos sectores insisten en reciclar.

Una lectura honesta del momento político revela un dato incontrovertible: la narrativa de la derecha más extrema ya no conecta con las mayorías. Lo vimos en las elecciones pasadas, cuando los candidatos apoyados por los sectores más tradicionales de la política quedaron por fuera de cualquier opción real de poder; y lo estamos viendo de nuevo ahora, con encuestas que muestran a figuras como Abelardo de la Espriella —estridente, polarizante, sin trayectoria pública verificable— superando incluso a referentes históricos del Centro Democrático como María Fernanda Cabal o Paloma Valencia. Esta sustitución no es un signo de renovación, sino todo lo contrario: revela una derecha atrapada en su propio laberinto retórico, desconectada de la Colombia real, refugiada en caricaturas y estridencias que seducen nichos, pero que repelen al electorado moderado que hoy define las elecciones.

El país que está emergiendo no quiere gritos. Quiere respuestas.

Y mientras la derecha se enreda en sus excesos, el progresismo ha consolidado avances sociales que son innegables, más allá de las filias o fobias hacia el gobierno. La ampliación del acceso a la educación pública, el repunte de la productividad del agro, el crecimiento económico y estabilización de la inflación, la recuperación del tejido productivo tras la pandemia, la restauración de los derechos laborales y el fortalecimiento de programas sociales que han sacado a millones de familias de la pobreza y la pobreza extrema, son hechos verificables. Todos estos logros tienen nombre y apellido: Gustavo Petro Urrego, el protagonista en la transformación de un país que por primera vez en décadas ha puesto al Estado en el centro de esa ecuación, no como estorbo sino como motor.

Estos avances han generado un nuevo clima político: uno en el que la ciudadanía ya no vota sólo por miedo a “lo que puede venir”, sino por la expectativa de consolidar derechos y construir futuro. Por eso no sorprende que Iván Cepeda, figura emblemática del progresismo democrático, aparezca encabezando la intención de voto.

Cepeda encarna el talante de un líder paciente, persistente, y determinado. Desde el asesinato de su padre cuando era un estudiante universitario, hasta el día de hoy, ha desarrollado una carrera política dedicada a la defensa de los derechos humanos, las  víctimas del conflicto armado, y las comunidades más vulneradas por la violencia. Él es, en sí mismo, una expresión de la izquierda democrática más allá del propio presidente Petro, y con sus maneras tranquilas y certeras, está conquistando muchos votos del país de “centro”: esa franja del electorado que poco le gusta marcarse con alguno de los espectros políticos.

No sería tan grande sorpresa si ese apoyo le alcanzara para ganar en primera vuelta, como no estuvo lejos de hacerlo Petro hace cuatro años.

Por otro lado, la sorpresa mayor está siendo el crecimiento de Sergio Fajardo en este nuevo mapa, que se puede leer como el resultado de una trayectoria marcada por la coherencia — que en política suele ser rara y, por eso mismo, valiosa—. Fajardo ha sido consistente en su defensa del diálogo, de la educación como prioridad nacional y de la lucha contra la corrupción sin estridencias ni oportunismos. Quizás por eso, en un país cansado de extremos, empieza a aparecer como una opción genuinamente competitiva para enfrentar al progresismo en segunda vuelta.

Que un político como Fajardo pueda disputar el poder frente a una figura del talante moral, social y democrático de Cepeda es, en sí mismo, un signo de madurez institucional. Es la posibilidad de una segunda vuelta entre dos proyectos de país serios, democráticos y orientados al cambio, cada uno desde un ángulo distinto, pero ambos lejos del ruido, del insulto y del caos que algunos sectores han querido mantener vivo como estrategia electoral.

Para la derecha tradicional, este escenario debería ser un campanazo. No se está siendo derrotada por la izquierda, sino por sí misma: por su incapacidad para renovarse, su insistencia en discursos de miedo, por su renuncia a la moderación y la sensatez. Mientras se refugian en figuras extremas que consolidan nichos pero aíslan mayorías, Colombia avanza hacia un debate más amplio, moderno y responsable.

Y es aquí donde se abren las preguntas decisivas para los próximos meses: ¿le alcanzará a Cepeda para ganar en primera vuelta? ¿Logrará Sergio Fajardo consolidar este impulso y ampliar su electorado para forzar una segunda vuelta democrática? Si alguno de estos escenarios ocurre, Colombia habrá pasado la página de los extremos, y vislumbra la posibilidad de una segunda vuelta entre dos opciones que creen en la democracia, en la institucionalidad y en la necesidad de seguir cambiando el país, no de regresarlo a los miedos del pasado.

Esto significará que la ciudadanía está mirando hacia adelante, no hacia atrás; que apuesta por el futuro, no por el resentimiento; que prefiere el diálogo al insulto y la propuesta al ruido.

Si Colombia hace presidente a Cepeda en primera vuelta, o pone en segunda vuelta a Cepeda–Fajardo, quedará claro algo fundamental: el país ya tomó una decisión colectiva —la de no volver al mismo círculo de odio y división— y esa es, sin duda, la mejor noticia para nuestra democracia.