Una gran revolución
Cada cierto tiempo creemos que el mundo está cambiando. Que estamos despertando. Que la conversación se amplía y que por fin empezamos a escucharnos. Pero algo se tuerce en el camino, lo que parecía evolución se convierte en trinchera y lo que era diálogo, se transforma en ruido. En vez de escucharnos, nos gritamos. En vez de construir puentes, levantamos muros.
Tengo dos hijas de 19 y 15 años, y como es obvio, pienso mucho en el mundo que les ha tocado habitar. Uno donde la sensibilidad se confunde con debilidad, la conversación con ataque, la diferencia con amenaza.
Durante siglos, las mujeres han tenido que librar batallas inmensas, sólo para estar más cerca de la igualdad. Y digo “más cerca”, porque falta mucho trecho todavía. El derecho a ser escuchadas, a decidir, a existir sin miedo, sigue siendo una conquista diaria. Cada logro ha costado lágrimas, valentía y una fuerza descomunal. Y sería absurdo pedirles a las mujeres que olviden esas heridas o que actúen como si todo estuviera saldado.
Por otro lado, muchos hombres, acostumbrados durante siglos a dominar el mundo sin oposición, no logran entender ahora cuál es su lugar. Durante generaciones el poder nos dio certezas, nuestra voz era escuchada, nuestra fuerza era admirada y nuestra autoridad era incuestionable. Pero hoy, el tablero cambió. Las mujeres han conquistado espacios, derechos y visibilidad, mientras nosotros no hemos logrado redefinir del todo qué significa ser un hombre en este nuevo escenario.
Y en medio de esa confusión, los chicos adolescentes y los hombres jóvenes que se estrenan en la vida adulta, están cayendo en una trampa descomunal. Una trampa cuidadosamente tendida por los mismos poderes que se benefician de nuestra división. Les han hecho creer que su frustración, su soledad o su falta de oportunidades, son culpa del avance de las mujeres. Que si ellas suben, ellos bajan. Que el feminismo es el enemigo y no la respuesta a siglos de desequilibrio.
Esa es la gran trampa, convertir la desigualdad en competencia y el miedo en odio. Convencerlos de que la única manera de recuperar su lugar es arrebatarlo, no construir uno nuevo. Y mientras unos y otros se enfrentan en redes, en discursos, en resentimientos, los verdaderos poderes siguen intactos.
El progreso no es un juego de suma cero en el que alguien debe perder para que el otro gane. Esa lógica perversa ha contaminado la política, la cultura, la educación y las relaciones personales. Ya no basta con tener razón, necesitamos que el otro se equivoque. No basta con crecer, necesitamos que el otro se quede atrás.
Por eso, es muy posible que la mayor amenaza que enfrentamos hoy no sea la inteligencia artificial, ni el cambio climático, ni siquiera la desinformación, sino la desconexión. La pérdida de empatía. El olvido de lo humano.
Y la paradoja es brutal. Nunca habíamos tenido tantas herramientas para comunicarnos, pero jamás habíamos estado tan distantes emocionalmente. Hablamos todo el tiempo, pero cada palabra es una piedra más en la muralla que nos separa. Las redes premian el conflicto, los titulares el escándalo, y la conversación pública se ha vuelto un campo minado.
Sueño que mis hijas crezcan en un mundo donde puedan disentir sin miedo, debatir sin odio, defender sus ideas sin pensar que el otro es su enemigo. Que aprendan a escuchar y a ser escuchadas. Que puedan tener amigos hombres sin sentir que traicionan la sororidad, y que los hombres de su generación aprendan a mirarlas, no con culpa ni resentimiento, sino con respeto y complicidad. Que puedan admirarse mutuamente y mejorar, caminando de la mano. Sé que es posible, porque soy el producto de muchas mujeres brillantes, fuertes y amorosas, que me han hecho un mejor hombre.
Ojalá todos comprendamos que reconectarnos no significa retroceder, significa avanzar hacia una humanidad más madura, capaz de entender que las luchas por la igualdad no son competencias, sino procesos de justicia que benefician a todos. Que el feminismo no nos quitó nada a los hombres; más bien nos dio la posibilidad de ser más libres, menos esclavos de ese mandato que nos obligaba a ser fuertes, aun cuando nos estuviéramos rompiendo por dentro
La reconexión empieza por algo tan simple y tan difícil como volver a mirar al otro a los ojos. Escuchar sin planear la respuesta. Preguntar sin sospecha. Reconocer que el otro no es la causa de nuestro dolor, sino alguien que también lo carga. Porque al final, el progreso no se mide por cuántas discusiones ganamos, sino por nuestra capacidad de caminar juntos. Y eso, en tiempos de tanta desconexión, sería una gran revolución.