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Carta de amor a la ciencia

Querida ciencia, no sé exactamente cuándo empecé a amarte. Tal vez fue la primera vez que vi un eclipse y alguien, con una voz tranquila, me explicó que no era un castigo divino sino una coincidencia geométrica. O quizá fue antes, cuando me mostraron que el arcoíris no era un milagro sino el resultado de la luz descomponiéndose en gotas de agua. No lo recuerdo bien. Lo que sí sé es que ese descubrimiento no le quitó magia al mundo, se la multiplicó.

Te amo porque me enseñaste que la belleza y la verdad no son enemigas. Que una ecuación puede ser tan poética como un verso. Que detrás de cada certeza hay una pregunta y que en cada pregunta,  vive una promesa de futuro. Te amo porque, cuando el ruido ideológico ensordece y la fe ciega pretende imponerse, tú apareces con la serenidad de los datos, con la humildad de quien no busca tener razón, sino entender.

No siempre te he sido fiel. A veces he preferido las explicaciones cómodas, los relatos que encajan mejor con mis emociones o mis prejuicios. A veces he cerrado los ojos frente a lo incómodo de tus hallazgos. Pero vuelvo a ti, siempre vuelvo, porque en un mundo de fanatismos y algoritmos, de ruido y dogma, tu voz razonada es un refugio.

Te han llamado fría, desalmada, inhumana. Y sin embargo, pocas cosas hay tan profundamente humanas como la curiosidad que te dio origen. Tú naciste del asombro, de ese impulso casi infantil de mirar al cielo y preguntarse por qué. Eres hija directa de la duda, ese músculo moral que nos salva del absolutismo y la ignorancia.

Sé que también puedes ser corrompida, porque no eres una fuerza abstracta, sino un espejo de quienes te practican. En tus manos brillan la curiosidad y la compasión, pero también la vanidad y el poder. La historia está llena de científicos al servicio de intereses oscuros, de experimentos sin ética, de descubrimientos convertidos en armas.

Hoy, es frecuente recordar que has sido cómplice de atrocidades, pero poco se menciona que lo has sido también de telescopios, satélites y antibióticos; de microscopios que revelan universos invisibles y aceleradores de partículas que buscan los orígenes del tiempo; de radares que leen el clima y sondas que cruzan el vacío; de marcapasos que prolongan vidas y algoritmos que detectan enfermedades; de prótesis impresas en 3D, energías limpias, mapas genéticos, impresoras biológicas, reactores de fusión, telescopios espaciales y observatorios submarinos. De ti nacen los instrumentos que nos permiten ver más lejos, escuchar más fino, entender más hondo, sanar lo que parecía incurable y explorar lo que antes sólo se soñaba.

Hoy, sin embargo, te observo herida. Convertida en campo de batalla. Manipulada para vender cremas milagrosas, justificar guerras o maquillar intereses. Te usan para fabricar certezas a la carta, para respaldar ideologías, para adornar discursos vacíos con vocabulario técnico. Te pido perdón por eso. No te mereces la soberbia de los que te citan sin entenderte, ni la desconfianza de los que te atacan sin conocerte.

Pero es en los malos momentos que el verdadero amor se pone a prueba y el mío, está más firme que nunca. Creo fervientemente en los científicos que trabajan en silencio, sin reflectores, para entender lo invisible: un virus, una partícula, una neurona, una estrella. Creo en los maestros que enseñan a experimentar antes de opinar. En los médicos que dudan antes de recetar. En los ingenieros que buscan soluciones sostenibles. En las niñas que preguntan “por qué”, sin miedo a parecer tercas.

Por eso vale defender no solo tus resultados, sino tu método. El pensamiento científico no es patrimonio de los laboratorios, es una manera de estar en el mundo. Pensar científicamente es preguntarse antes de juzgar, contrastar antes de creer, observar sin miedo al error. Es aceptar la duda como forma de respeto por la verdad. No hace falta una bata ni un microscopio para practicarlo; basta con la voluntad de mirar con rigor, con curiosidad y con empatía.

Por eso, esta carta no es una confesión romántica, sino un acto de gratitud. Gracias por recordarnos que la duda es una forma de amor, que el conocimiento puede ser ternura, que la búsqueda de la verdad no excluye la belleza. Gracias por enseñarnos que el universo no conspira a nuestro favor ni en nuestra contra, simplemente es, y entenderlo es nuestra manera de abrazarlo.

Prometo seguir amándote con la misma devoción que un artista ama su oficio, sin idealizarte, pero sin renunciar a ti. Prometo defenderte de los fanáticos que te odian y de los oportunistas que te usan. Prometo seguir haciéndote preguntas, aunque nunca llegues a responderlas todas. Porque mientras haya alguien dispuesto a mirar el cielo y decir “no sé, pero quiero entender”, habrá esperanza. Y en ese gesto, querida Ciencia, seguirás siendo lo más parecido que tenemos a la verdad, a la humildad y al amor.