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El precio de no confiar en la justicia

En el corregimiento de Mingueo, en el municipio de Dibulla (La Guajira), una tragedia estremeció al país. Una niña de tres años fue hallada sin vida tras haber sido reportada como desaparecida, lo que provocó una indignación colectiva profunda y legítima. Lo que vino después, sin embargo, desbordó el llanto y el dolor para entrar en el terreno espinoso de la violencia social: algunos habitantes habrían decapitado al presunto responsable del homicidio, un joven que presuntamente tenía entre 14 y 15 años de edad y a quien la comunidad identificó como el supuesto autor de tan atroz crimen.

Estas imágenes impactantes —un cuerpo mutilado, una cabeza expuesta junto a un árbol y un mensaje inscrito en el abdomen— no solo provocan conmoción, sino que evidencian una realidad incómoda: cuando la confianza en las instituciones se fractura, el Estado de derecho fluye hacia espacios de vigilantismo colectivo, donde la justicia deja de ser una función legítima para transformarse en un acto ejecutado por manos indignadas, desesperadas y, en muchos casos, jurídicamente vulnerables.

Porque no cabe duda: el dolor de una madre, el luto de una comunidad y la rabia de un pueblo ante la muerte de una niña son emociones humanas profundas, naturales, comprensibles. ¿Quién puede cuestionar ese dolor? ¿Quién puede pretender que una comunidad no se estremezca ante la violencia directa contra lo más vulnerable de nuestra sociedad? Aún más cuando se trata de un menor de edad víctima de un crimen tan brutal. Pero lo que separa al ser humano de la barbarie no es la ausencia de dolor, sino la existencia de mecanismos institucionales que permitan canalizarlo con justicia, no con venganza.

Esta situación no se da en el vacío. El deterioro de la confianza en las instituciones judiciales, policiales y administrativas ha sido un problema persistente en amplias zonas del país, especialmente en regiones rurales y periféricas donde la presencia estatal —en términos de capacidad investigativa, judicial y preventiva— es débil, tardía o insuficiente. Cuando la justicia demora, cuando no hay claridad sobre cómo se esclarecerán los hechos, cuando el proceso penal parece una abstracción distante y sin impacto tangible para quienes sufren la tragedia, la ciudadanía empieza a percibir que el sistema no responde a sus necesidades reales.

Cuando ese sistema falla —por demoras, por ineficiencias, por falta de acceso, por impunidad real o percibida— se abre una grieta peligrosa por la que se cuela la idea de que “hacer justicia por mano propia” es la única respuesta posible. Y ese pensamiento, más que una solución, es una víctima colateral del desmoronamiento institucional. Porque la justicia verdadera no se reduce a castigar el hecho más aberrante; la justicia verdadera protege, investiga, demuestra, sanciona bajo reglas claras, transparentes y con respeto pleno a los derechos humanos.

La reacción de los habitantes de Mingueo no puede desligarse del contexto de frustración social acumulada, donde la ausencia del Estado en términos prácticos ha sido tan evidente que el colectivo siente que debe erigirse en juez, jurado y verdugo. Si no se atiende esa erosión de confianza, no solo estaremos frente a casos aislados y horribles, sino ante un signo de alerta sobre lo que puede ocurrir cuando los ciudadanos creen que solo la violencia puede responder a la violencia.

La rabia y la indignación de ser testigos de un crimen atroz como el homicidio de una niña son emociones que el Estado debe entender y responder, no con silencios institucionales, sino con acciones contundentes, rápidas y visibles. Porque la justicia que opera con lentitud puede alimentar la justicia que opera con furia. El Estado no puede permitir que su ausencia se supla con linchamientos, decapitaciones o cualquier otra forma de violencia que, aunque pueda parecer un acto de reparación inmediata, perpetúa la cultura de la venganza y erosiona las bases mismas de la convivencia social.

Al final, la pregunta que debe resonar en cada lector no es solo “¿quién hizo esto?” o “¿por qué reaccionaron así?” sino: ¿qué hemos construido entre todos para que las personas sientan que la justicia formal no funciona? La respuesta, más allá de señalizaciones punitivas, pasa por reconstruir la confianza en las instituciones, fortalecer la presencia estatal en territorios donde se siente su ausencia, y garantizar que cada víctima encuentre una respuesta eficaz dentro del marco del derecho, no fuera de él.

Porque cuando el sistema de justicia fallido se convierte en una excusa para la justicia por propia mano, la sociedad pierde más de lo que cree. Y las heridas, en vez de cerrarse, se abren en canal, listas para infectar el tejido social entero.