Recuperar lo inútil
Uno de los grandes problemas contemporáneos es que el arte y la educación están dejando de ser caminos para comprender el mundo.
El aula y el museo, el taller y la galería, se parecen cada vez más a vitrinas de un centro comercial, llenas de pantallas, métricas y urgencias por llamar la atención. Los estudiantes (y sus padres) son clientes que exigen resultados inmediatos. Los artistas, proveedores de dopamina visual. La promesa ya no es aprender, conmover o enseñar a pensar, sino entretener. Y el entretenimiento, que alguna vez fue consecuencia natural del asombro, se volvió el objetivo supremo.
Vivimos en la era del scroll perpetuo. Y, por ende, las instituciones culturales y educativas imitan la lógica del mercado: planes de estudio convertidos en grillas de social media, becas otorgadas por visibilidad, exposiciones diseñadas como experiencias “instagramables”. El pensamiento se volvió un trending topic con fecha de caducidad.
No siempre fue así. El arte y la educación fueron, durante siglos, templos del sentido. Espacios donde el ser humano podía detenerse, mirar con profundidad, hacerse preguntas. Hoy, esos templos están vacíos o, peor aún, llenos de ruido. Lo importante ya no es lo que comprendemos, sino cómo nos perciben mientras comprendemos. La reflexión perdió la batalla frente al “contenido”.
Y, paradójicamente, mientras el mundo entero se entrega a las pantallas, los propios creadores de esa adicción huyen de ella. En Silicon Valley, muchos ejecutivos tecnológicos restringen el uso de dispositivos a sus hijos y los educan con lápiz y papel. Conocen demasiado bien el poder hipnótico de las pantallas y cómo los algoritmos moldean el deseo. La élite que diseñó nuestro presente digital, protege a sus hijos del mismo veneno que nos vende a diario: la dependencia del brillo.
Por eso, no culpo a los jóvenes, sería injusto. Los adultos les entregamos un mundo adicto a la acumulación: de cosas, de títulos, de likes, de seguidores. Les enseñamos que el valor de algo depende de su capacidad de volverse viral. Así, el arte se volvió estrategia de posicionamiento y la educación, carrera de certificaciones. Todo sirve si se puede monetizar. Lo demás, sobra.
Lo más grave no es la superficialidad, sino el vaciamiento. En los talleres de arte se habla más de “marca personal” que de poética; en las facultades, más de “pitch” que de pensamiento. El consumo permanente nos convenció de que todo aprendizaje debe ser placentero y toda creación, rentable. La incomodidad, esa maestra antigua del conocimiento y del arte, fue expulsada del aula. La duda, la lentitud y el error pasaron a ser enemigos del progreso. Se coleccionan obras como zapatos, se compran cursos como apps de autoayuda. La educación dejó de ser un viaje interior para convertirse en una carrera por la relevancia social. El arte, que alguna vez fue refugio, se volvió escaparate.
Pero todavía hay grietas por donde entra la luz. Cada vez que un maestro enseña sin espectáculo o un artista resiste la tentación del aplauso fácil, se produce un pequeño milagro. Alguien recuerda que aprender y crear no son actos de consumo, sino de libertad. En medio del ruido, aún existen quienes se sientan a mirar, a escuchar, a pensar. Son pocos, sí, pero sostienen la llama.
Quizás la salvación esté en recuperar lo inútil, aquello que no sirve para vender ni para ganar puntos en un ranking. Volver a la conversación lenta, al gesto manual, al silencio que precede a la comprensión. Recordar que no hay progreso, si estamos vacíos por dentro.
El arte y la educación deberían enseñarnos a vivir, no a vender. A mirar con asombro, no con ansiedad. A construir significado, no audiencia. Tal vez sea hora de empezar, otra vez, a comprender. Porque mientras sigamos confundiendo el brillo con la luz, el conocimiento con el título y la emoción con el clic, seguiremos siendo una humanidad entretenida, pero profundamente vacía.