¿Profesión o dominación? Análisis jurídico de la prostitución desde el enfoque de género
¿Puede hablarse de libertad cuando el cuerpo se convierte en mercancía? ¿Existe verdadera autonomía en contextos atravesados por la pobreza, la desigualdad y la violencia estructural? La prostitución, lejos de ser un fenómeno homogéneo, cuestiona de manera profunda al derecho, obligándolo a tomar postura frente a una práctica que oscila entre la reivindicación laboral y la denuncia feminista. Mientras algunos sectores la defienden como una forma de trabajo sexual que merece regulación y garantías, otros la conciben como la expresión más descarnada de la violencia patriarcal.
Esta columna propone una revisión crítica del tratamiento jurídico de la prostitución en Colombia, abordando el debate entre quienes abogan por su legalización como ejercicio de la libertad individual y quienes denuncian sus raíces en la dominación de género. El derecho, en su doble rol de regulador y reproductor del orden social, no puede ser indiferente ante este dilema ético y político. ¿Estamos reconociendo derechos o perpetuando desigualdades?
En este contexto, el enfoque de género se convierte en una herramienta indispensable para analizar cómo las normas jurídicas abordan —o evaden— las múltiples dimensiones de la prostitución. No se trata únicamente de discutir su legalidad o ilegalidad, sino de develar las relaciones de poder que la atraviesan: ¿quiénes acceden a este mercado?, ¿en qué condiciones?, ¿qué papel juegan la clase, la raza, y la historia de exclusión en la configuración de esta práctica? Ignorar estas preguntas supone naturalizar un sistema que, bajo la apariencia de consentimiento, puede esconder formas sofisticadas de sometimiento. Por ello, la prostitución no solo exige una respuesta legislativa, sino una mirada estructural que cuestione las bases mismas sobre las que se construye la noción de libertad en nuestras sociedades.
A nivel jurídico, el debate se ha cristalizado en tres grandes posturas: el abolicionismo, el prohibicionismo y el reglamentarismo. El enfoque abolicionista, influenciado por corrientes feministas críticas, sostiene que la prostitución es inherentemente una forma de violencia de género y propone erradicarla sin criminalizar a las personas en situación de prostitución. Por su parte, el prohibicionismo penaliza tanto a quienes la ejercen como a quienes demandan los servicios sexuales, lo que suele agudizar la marginalización y la vulnerabilidad de quienes se encuentran en este contexto. En contraste, el reglamentarismo plantea que la prostitución puede ser reconocida como una actividad laboral legítima, susceptible de regulación estatal, derechos laborales y protección social. Cada postura revela una forma distinta de entender la autonomía, la dignidad y el rol del derecho frente a las desigualdades estructurales que configuran esta práctica.
En el caso colombiano, la prostitución como tal no está penalizada, lo que significa que ejercerla no constituye un delito. Sin embargo, la ley sí sanciona penalmente conductas como la inducción, el constreñimiento y el estímulo a esta (artículos 213, 214 y 217 del Código Penal). Esta distinción coloca a las personas en situación de prostitución en una posición ambigua: pueden ejercer la actividad sin incurrir en delito, pero carecen de un reconocimiento laboral formal que garantice derechos básicos como la seguridad social o la protección frente al abuso. La Corte Constitucional ha reconocido algunos derechos mínimos —como en la sentencia T-629 de 2010, que amparó a una trabajadora sexual despedida sin justa causa—, pero el Estado sigue sin asumir una posición clara que supere el enfoque punitivo y avance hacia una política integral. En este escenario, los organismos internacionales, como el Comité CEDAW, han instado a los Estados a combatir la trata y la explotación sin reforzar la estigmatización de quienes ejercen la prostitución, promoviendo en su lugar estrategias centradas en los derechos humanos, la inclusión y la igualdad sustantiva.
En este contexto jurídico complejo, donde la prostitución no está penalizada pero sí lo están las conductas que la inducen o explotan, la falta de un reconocimiento claro y una política integral deja a las personas en situación de prostitución en una posición vulnerable. Esta vulnerabilidad se agrava aún más cuando el Estado opta por penalizar los entornos en los que se ejerce la prostitución —como el cierre de establecimientos, la criminalización de terceros o de clientes— lejos de proteger a las personas que ejercen esta actividad, suele agravar su vulnerabilidad. Esta estrategia, común en modelos abolicionistas mal implementados, lleva su la práctica hacia la clandestinidad, dificultando el acceso a servicios de salud, justicia y protección. Además, al centrar el enfoque en la persecución del delito y no en la transformación de las condiciones estructurales que llevan a muchas mujeres, el derecho termina reforzando el estigma y la marginalidad.
Desde un enfoque de género, resulta crucial reconocer que muchas personas no acceden a la prostitución desde una libertad plena, sino condicionadas por contextos de pobreza, discriminación, violencia sexual y exclusión educativa. Por ello, el desafío no radica únicamente en regular o prohibir, sino en construir políticas públicas que garanticen alternativas reales y dignas para quienes deseen abandonar esta práctica, sin criminalizar ni revictimizar a quienes la ejercen.
Es necesario que el derecho deje de ver la prostitución solo como un problema penal o moral y empiece a abordarla como una realidad compleja que necesita respuestas integrales. Muchas personas llegan a la prostitución por falta de oportunidades, pobreza o violencia, y no solo por una elección libre. Por eso, el Estado debe ofrecer opciones reales para quienes quieran dejar esta actividad, pero también garantizar derechos y condiciones dignas para quienes decidan continuar en ella. No se trata de juzgar, sino de proteger y acompañar. Además, se deben fortalecer las políticas de educación, salud, empleo y prevención de violencia. El derecho debe ser utilizado en estos escenarios para proteger y no solo para castigar a quienes ya enfrentan múltiples formas de exclusión.