El mapa invisible del miedo: Un homenaje desde los espacios que las mujeres aprenden a evitar
Hay un mapa que ninguna mujer dibuja, pero todas llevan grabado en alguna parte del cuerpo. No aparece en Google Maps, ni en Waze, y por supuesto menos que en los planes de movilidad o en las campañas de seguridad ciudadana. Es un mapa que no se imprime ni se enseña en la escuela, pero se aprende desde muy temprano, casi sin palabras. Un mapa que no marca zonas turísticas ni rutas de interés, sino los lugares donde una mujer no debería estar sola. Un mapa que se extiende, se hereda, se interioriza.
Es el mapa invisible del miedo.
No es un miedo caprichoso ni irracional. Es un miedo aprendido socialmente, confirmado estadísticamente, cultivado en la memoria de la familia y reforzado por la experiencia diaria. Las colombianas —como tantas mujeres en el mundo— crecen entre advertencias: no camine por ahí, no llegue tan tarde, avise cuando llegue, mande ubicación, no se suba a ese taxi, no confíe. Lo que para muchos es paranoia, para ellas es supervivencia.
Ese mapa nace con las primeras historias: la niña a la que un vecino quiso tocar; la adolescente que se sintió perseguida en la calle; la joven que tuvo que cambiar de bus; la mujer que experimentó el acoso en la oficina; la amiga que huyó de su casa; la desconocida cuya foto salió en las noticias. Cada relato es un punto rojo más en una cartografía íntima que nadie diseñó, pero todas comparten.
No es solo una metáfora. Es una forma de habitar el país.
En ese mapa, cada mujer sabe cuáles son sus zonas inseguras: la calle oscura que evita, el sendero que prefiere rodear, el andén donde acelera el paso porque siente que alguien la sigue, la esquina donde guarda el celular en el bolsillo para no tentar la suerte. No son lugares extraordinarios. Son sitios cotidianos: paraderos, puentes peatonales, calles del barrio, pasillos de oficina, incluso su propia casa, su “lugar seguro”.
Porque el miedo no es una excepción. Es un modo de desplazarse.
El mapa del miedo se lee también en los gestos: el mirar hacia atrás cada cierto tiempo; el sostener las llaves entre los dedos “por si toca defenderse”; el enviar la ubicación en tiempo real; el caminar con el celular en modo grabación; el analizar la actitud del conductor antes de subir; el desconfiar del hombre que se sienta muy cerca en el bus. Ninguna autoridad lo enseña; la vida lo impone.
Y sin embargo, a pesar de su evidencia, este mapa no existe para el Estado. Para la institucionalidad solo existen puntos oficiales de riesgo: zonas calientes, cuadrantes críticos, cámaras que no funcionan, estadísticas que suben y bajan según el periodo. Pero el miedo femenino tiene otra lógica. No espera cifras para confirmarse. No requiere estudios para ser válido. No necesita peritajes. Es una verdad empírica que se constata en la experiencia cotidiana, no en los informes oficiales.
Cuando una mujer le teme a un lugar, no teme al lugar: teme a lo que ha pasado —y sigue pasando— en ese lugar.
La violencia contra la mujer no ocurre en un vacío. Ocurre en un país donde cada día hay nuevas víctimas, donde las medidas de protección fallan, donde las denuncias no avanzan, donde el agresor entra y sale de la casa aunque haya audiencias en curso, donde la justicia llega tarde o no llega.
Es imposible no tener miedo en un territorio donde ser mujer es sinónimo de riesgo. La calle oscura no es solo una calle sin luz: es la confirmación de que la seguridad femenina nunca ha sido una prioridad urbana. La casa donde el agresor sigue entrando no es solo un hogar: es la muestra de que el Estado no entiende que el peligro puede estar dentro, no fuera.
A las mujeres no hay que explicarles la teoría del riesgo. La viven.
Ellas saben —antes que cualquier informe, sentencia o protocolo— cuáles lugares, personas o situaciones son peligrosas. Lo saben porque han tenido que aprenderlo. Porque la vida les exige moverse como si su seguridad dependiera exclusivamente de su intuición, su memoria y su capacidad de anticipación.
Hoy, en este día dedicado a eliminar la violencia contra la mujer, el país vuelve la mirada —por un instante— hacia una realidad que las mujeres conocen demasiado bien. Pero este no es solo un día para recordar cifras: es un día para mirar las fallas estructurales, las omisiones institucionales y las brechas de protección que siguen permitiendo que la violencia se repita. No se trata de pedirle más a las mujeres, sino de exigirle mucho más a quienes tienen el deber de protegerlas.
La primera guardiana de su propia integridad es la víctima. La primera que analiza riesgos es la mujer que vive la amenaza. La primera que renuncia a espacios públicos es la que teme ser atacada. El Estado, muchas veces, llega en último lugar.
Por eso esta columna no es un lamento. Es un homenaje.
Un homenaje a las que han aprendido a leer el territorio con una precisión que a veces supera a la de las autoridades. A las que han desarrollado técnicas de supervivencia que ningún hombre tiene que aprender. A las que caminan en alerta, duermen en alerta, viven en alerta. A las que, a pesar del miedo, siguen moviéndose, trabajando, estudiando, cuidando, denunciando.
Pero también es una denuncia.
Porque ningún país debería operar sobre la base de que las mujeres se cuidan solas. Ninguna política pública debería descansar en su instinto. Ninguna justicia debería pedirles que demuestren lo que la realidad confirma cada día. Ninguna sociedad debería normalizar que una mujer planee su existencia en función de no ser atacada.
Es el Estado el que debe llegar a esos espacios. Es el derecho el que debe reconocer la carga silenciosa que las víctimas han asumido. Es la justicia la que tiene el deber de intervenir antes, no después. No cuando el mapa ya está lleno de puntos rojos, sino para evitar que aparezcan.
Ojalá llegue el día en que esta cartografía deje de ser necesaria. En que caminar no sea un acto de valentía. En que la noche no sea un territorio ajeno. En que una mujer no tenga que enviar ubicación para que la esperen despiertos. En que la casa sea un lugar seguro —y no el más inseguro de todos—. En que la vida pueda transitarse sin el cálculo permanente del riesgo.
Ojalá llegue el día en que las mujeres no necesiten dibujar el mapa invisible del miedo para seguir vivas.
Hasta que eso ocurra, la lucha continúa. No solo en las calles, sino en las comisarías y despachos judiciales, en las políticas públicas, en los presupuestos, en la educación, en la formación de funcionarios, en la voluntad política y en la transformación social que aún está pendiente.
Mientras tanto, este 25 de noviembre es un recordatorio de algo esencial: que si las mujeres han sobrevivido, no ha sido gracias al Estado, sino a pesar de él. Y eso, justamente eso, es lo que debemos cambiar.