¿Por qué Colombia no logra consolidar una política criminal coherente?
Entre la promesa institucional y el populismo punitivo
En Colombia, la idea de una “política criminal” suele mencionarse con solemnidad en discursos oficiales, planes sectoriales y exposiciones de motivos. Sin embargo, la distancia entre lo que se enuncia y lo que realmente se ejecuta se ha convertido en un abismo que atraviesa gobiernos de todas las orillas. Cada administración llega con su propio catálogo de reformas, su propia lista de delitos que promete endurecer y su propio lenguaje de mano dura, como si la política criminal fuera un terreno que siempre debe reconstruirse desde cero. Lo paradójico es que, pese a esa sucesión ininterrumpida de ajustes, la criminalidad no disminuye, la impunidad no cede y la confianza ciudadana en las instituciones sigue erosionándose, ¿Qué nos impide consolidar un modelo coherente, estable y técnico? ¿Tenemos realmente una política criminal o solo ciclos renovados de populismo punitivo?
La primera explicación suele hallarse en la ausencia histórica de una visión de Estado. Mientras otros países han construido políticas criminales con vocación de permanencia —con órganos técnicos estables, centros de investigación, estadísticas confiables y criterios de continuidad—, en Colombia esa función ha estado capturada por la dinámica política del momento. Los ministros, congresistas y directores de entidades del sector justicia transitan con rapidez; los equipos técnicos cambian cada cuatro años; y las prioridades penales se reconfiguran según el énfasis ideológico del gobierno de turno. Lo que para una administración es un problema prioritario (por ejemplo, narcotráfico, minería ilegal o violencia intrafamiliar), para la siguiente puede no serlo. Y esa discontinuidad condena al fracaso cualquier intento de construir lineamientos duraderos.
A ello se suma un problema aún más estructural: la política criminal en Colombia ha sido reducida a un ejercicio legislativo, y además, a uno profundamente reactivo. Un caso mediático, una tragedia, un video viral o un clamor ciudadano desata, casi automáticamente, un proyecto de ley para aumentar penas o crear un nuevo tipo penal. La discusión técnica se diluye y el Congreso se convierte en una fábrica de delitos y agravantes, al tiempo que las instituciones encargadas de implementar esas normas —Fiscalía, judicatura, INPEC, Policía, Medicina Legal— no reciben recursos, capacidades ni infraestructura acorde con esas nuevas exigencias.
Este fenómeno es lo que la doctrina ha denominado “populismo punitivo”: el uso simbólico del derecho penal como mecanismo de legitimación política, que enfrenta la inseguridad con más pena, más prisión y más delito, sin evaluar la eficacia real ni los efectos colaterales. En este modelo, el derecho penal deja de ser la última ratio del Estado para convertirse en la respuesta inmediata, emocional y a veces improvisada, frente a problemas complejos que requieren soluciones sistémicas, no solo carcelarias.
Cuando la política criminal se reduce a legislar más, las consecuencias son evidentes. En primer lugar, el Código Penal colombiano es hoy un mosaico de reformas parciales, incoherentes entre sí, con agravantes excesivos, tipos penales redundantes y normas desproporcionadas que no obedecen a una teoría del delito integral, sino a parches sucesivos. En segundo lugar, el sistema penitenciario se encuentra al borde del colapso, pues cada reforma trae consigo un aumento de personas privadas de la libertad, sin que exista un plan real para ampliar cupos, fortalecer programas de resocialización o modernizar la infraestructura. El hacinamiento no es, entonces, una falla imprevista: es una consecuencia lógica de legislar sin planeación y sin diagnóstico.
Un tercer aspecto, menos visible pero igual de grave, es la ineficacia real de las normas creadas bajo populismo punitivo. Aumentar las penas rara vez reduce la criminalidad cuando no existe capacidad de investigación ni de judicialización. En Colombia, más del 92 % de los delitos queda en la impunidad según cifras de distintas mediciones académicas y oficiales. Bajo esas condiciones, endurecer penas se convierte en un gesto simbólico: el infractor no es disuadido por el número abstracto de años que podría enfrentar, sino por la probabilidad real de ser investigado, capturado, acusado y condenado. Esa probabilidad sigue siendo baja. El legislador, en lugar de fortalecer la estructura investigativa y el talento humano, prefiere el camino más rápido: crear un delito nuevo. La política criminal queda reducida a un titular.
Otro obstáculo profundo es la desarticulación institucional. La política criminal requiere que Fiscalía, Ministerio de Justicia, INPEC, Policía, ICBF, Defensoría, rama judicial y gobiernos territoriales remen en la misma dirección. Pero lo que existe es un archipiélago institucional donde cada entidad opera bajo prioridades propias, presupuestos insuficientes y líneas de acción descoordinadas. Así, por ejemplo, la Fiscalía puede priorizar ciertos delitos, mientras el INPEC carece de la infraestructura para recibir a los condenados; la Rama Judicial tiene congestión estructural, mientras la Policía no cuenta con formación adecuada en criminalística; y los centros de reclusión carecen de programas efectivos para evitar reincidencia. Sin coordinación, no hay política criminal sino esfuerzos aislados.
Además, Colombia enfrenta un factor cultural que complejiza este escenario: la desconfianza ciudadana en la justicia penal. La percepción de inseguridad, el sentimiento de abandono estatal y la frustración por la impunidad alimentan la exigencia de “mano dura”. Los gobernantes, conscientes de esa sensibilidad, responden con más penas y más delitos, como si ese fuera el camino más directo para comunicar control. Pero la seguridad no se construye desde la retórica punitiva, sino desde la gobernanza, la prevención, la intervención social temprana y la eficacia institucional. Una política criminal seria no seduce, sino que planifica.
También persiste un déficit enorme en la producción y uso de estadísticas confiables. Sin datos robustos, desagregados y comparables, la política criminal es un ejercicio de intuiciones más que de evidencia. No es posible diseñar estrategias efectivas cuando el país no logra medir adecuadamente fenómenos como la reincidencia, los tiempos de respuesta, los cuellos de botella procesales, los efectos de las medidas prelibertad o los resultados de los programas de resocialización. Una política criminal sin evidencia es, en esencia, improvisación tecnificada.
¿Puede Colombia romper este ciclo? Sí, pero requiere un giro institucional profundo. En primer lugar, consolidar un órgano técnico permanente de política criminal, independiente de los vaivenes políticos, que establezca lineamientos estables y evaluables. En segundo lugar, trasladar el foco del legislador al fortalecimiento institucional: más ciencia forense, más investigadores, mejores programas de tratamiento penitenciario, modernización judicial y políticas de prevención del delito articuladas con educación, salud y desarrollo social. En tercer lugar, blindar el derecho penal del impulso emocional y devolverle su lugar como última ratio. La seguridad no se construye con códigos penales interminables, sino con Estado.
Colombia no necesita más delitos. Necesita más capacidad investigativa, más coherencia estratégica y más respeto por la técnica legislativa. Necesita dejar atrás el populismo punitivo y construir, por fin, una política criminal de Estado, no de gobiernos. Una política que trascienda la inmediatez, que reconozca la complejidad y que permita, algún día, que la justicia penal sea más que un discurso.
Solo entonces podremos afirmar que hemos pasado de la política criminal de las promesas a la política criminal de los resultados.