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Luz en la oscuridad

En tiempos donde las historias se consumen a solas, en pantallas pequeñas controladas por algoritmos que predicen nuestros gustos mejor que nosotros mismos, la sala de cine parece un espacio en vía de extinción. El ritual de ir a una sala oscura, sentarse entre desconocidos y dejarse llevar por una historia en silencio colectivo, se volvió anacrónico para muchos. Pero tal vez, justo por eso, las salas de cine son hoy más valiosas que nunca.

Pongamos el foco en lo realmente importante. El problema de fondo no es tecnológico ni de oferta, es cultural y emocional. Vivimos en una sociedad que está hiperconectada, pero profundamente sola. Encerrados en nuestros dispositivos, atrapados en burbujas de contenido hecho a la medida, hemos perdido la capacidad y el deseo de compartir experiencias físicas con otros. Consumimos, sí, pero rara vez nos conmovemos juntos. Y ahí es donde la sala de cine puede y debe reclamar su lugar como uno de los últimos espacios en donde lo colectivo sigue siendo posible.

Ir al cine no es solo ver una película, es aceptar una pausa. Es entregarse por un par de horas a una narrativa fuera de nuestro control, sin la posibilidad de retroceder, adelantar, revisar mensajes o distraernos. En una época donde todo sucede rápido y al mismo tiempo, donde lo visual se vuelve ruido, la sala ofrece una forma de mirar más profunda, en silencio y en comunidad.

El carácter ritual del cine —el viaje a la sala, la espera, las luces que se apagan, el murmullo inicial— no es tampoco un detalle menor. Es parte de su magia y de su valor simbólico. En un mundo cada vez más encerrado en sí mismo, necesitamos espacios que nos recuerden que no estamos solos, que aún podemos sentir al mismo tiempo, respirar al mismo ritmo, llorar con otros, aunque no los conozcamos. Cuando se apagan las luces y empieza la proyección, no solo comienza una película, algo se enciende adentro. Algo que habíamos olvidado entre correos, notificaciones y contenido sin alma.

En contraste, el streaming nos ofrece confort, cantidad, inmediatez y eso no está mal. Pero también nos sumerge en la lógica del consumo acelerado, de la gratificación instantánea, de las historias desechables. Lo que ayer fue trending hoy ya no importa. Los algoritmos nos llevan por caminos seguros, predecibles, muchas veces idénticos. Poco espacio queda para la sorpresa.

En este momento histórico, cuando el individualismo parece haberse convertido en norma, defender la sala de cine no es solo defender un formato, es defender una forma de estar juntos, de reconocernos en las emociones del otro. La sala de cine nos devuelve una dimensión humana que estamos perdiendo. Cada sala encendida, en medio del apagón emocional contemporáneo, es un lugar imprescindible, no porque se resiste al cambio, sino porque sigue creyendo, contra todo pronóstico, que la experiencia compartida todavía importa.

Hoy, más que nunca, necesitamos esos espacios. No solo para entretenernos, sino para reconocernos. Para volver a mirar al otro, aunque sea de reojo, entre escena y escena. Para recordar que, incluso en la oscuridad, una historia puede encendernos a todos al mismo tiempo.

Mientras quede una sala encendida, aunque sea una, existirá un lugar donde seguir siendo humanos en compañía. Un refugio contra el ruido, contra la prisa, contra el aislamiento. Y esa, tal vez, es la verdadera función del cine hoy: seguir siendo luz en la oscuridad.