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¿Está preparado el derecho penal para enfrentar los delitos informáticos y los cibercrímenes?

Vivimos conectados. Hacemos compras, trabajamos, estudiamos y nos relacionamos en línea. Nuestra vida cotidiana se ha trasladado, en buena parte, al mundo digital. Pero hay algo que no ha llegado al mismo ritmo: la justicia penal.

Mientras el crimen se adapta a las nuevas tecnologías con rapidez, el derecho penal sigue operando bajo lógicas del siglo pasado. Nos enfrentamos a una pregunta urgente y necesaria: ¿está preparado nuestro sistema penal para enfrentar los delitos informáticos y los cibercrímenes?

A diferencia de los delitos tradicionales, que suelen dejar evidencias físicas —como huellas, armas o testigos presenciales—, los cibercrímenes se cometen de forma remota, anónima y, en muchos casos, desde fuera del país. Esto no solo dificulta la identificación del responsable, sino que plantea desafíos adicionales en términos de jurisdicción y competencia para investigarlos y juzgarlos. Un agresor puede extorsionar a una menor de edad desde otro continente, apropiarse de miles de datos personales en cuestión de segundos o suplantar identidades sin haber tenido ningún contacto directo con su víctima.

¿Cómo perseguir algo que no se ve? ¿Cómo proteger a una persona cuando no sabemos desde dónde se cometió el delito? Estas son preguntas que el derecho penal aún no está en capacidad de brindarles respuesta.

Aunque en Colombia existe desde 2009 una ley que reconoce los delitos informáticos (Ley 1273), esta no ha evolucionado al mismo ritmo que la tecnología ni que las nuevas formas de criminalidad. Cada año surgen nuevas formas de engaño digital: phishing (correos falsos que roban tus datos), sextorsión (amenazas con fotos íntimas), ciberacoso, fraude virtual, hurto de cuentas o manipulación de datos biométricos.

Muchos de estos delitos no tienen una regulación específica o quedan encajados forzosamente en normas que fueron pensadas para otra época. Es como intentar reparar un computador con un destornillador de carpintería: simplemente no funciona.

Uno de los mayores retos que enfrenta la justicia penal en estos casos es la obtención y manejo de la prueba digital. ¿Cómo se recogen evidencias electrónicas sin vulnerar derechos fundamentales? ¿Cómo se asegura la cadena de custodia cuando un archivo se puede borrar en segundos? ¿Cómo se prueba un delito si no hay testigos?

La mayoría de funcionarios encargados de realizar la investigación  no cuentan con formación especializada en tecnología. Y muchos de los organismos encargados de hacer el recaudo de los elementos de prueba tampoco tienen las herramientas ni el personal técnico necesario. Esto genera una brecha peligrosa entre el crimen y la capacidad del Estado para perseguirlo.

Otro problema es que muchas personas no se reconocen como víctimas de un delito digital. Algunas no entienden lo que ocurrió, otras sienten vergüenza o temor de denunciar.

En casos como el grooming (acoso sexual a menores en línea), el sistema penal suele llegar tarde, cuando el daño ya está hecho y la prueba es difícil de recuperar.

Bajo ese parámetro, es importante plantearnos una interrogante, ¿Qué podemos hacer?  Lo primero es reconocer que el derecho penal no puede seguir operando con las herramientas de hace 16 años. Se requiere una reforma seria, profunda y técnica que actualice los tipos penales, incorpore nuevas categorías delictivas y garantice procedimientos ágiles para el tratamiento de la prueba digital.

Pero también es necesario formar a los operadores en competencias tecnológicas, invertir en laboratorios de análisis forense digital, promover la cooperación internacional (porque el cibercrimen no tiene fronteras) y diseñar rutas de atención especializadas para las víctimas.

No se trata solo de castigar más, sino de proteger mejor y responder más rápido. La justicia penal debe estar a la altura del mundo digital en el que vivimos.

Mientras el Estado legisla, actualiza sistemas y forma a sus funcionarios, el crimen digital avanza con ventaja. Y lo hace porque conoce el terreno, porque se mueve sin obstáculos y porque sabe que muchas veces no hay quién lo persiga.

Si no adaptamos nuestro sistema penal a la realidad tecnológica del siglo XXI, corremos el riesgo de tener una justicia que llega tarde, mal… o que simplemente no llega.