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Entre el ser y el deber ser: ¿es el transfeminicidio una forma de feminicidio?

Cuando el cuerpo de una mujer trans aparece sin vida, la ley duda: ¿la mataron por ser mujer, por ser trans, o por no encajar en ninguno de los moldes socialmente preconcebidos?

Desde hace más de una década, Colombia ha sido testigo de una violencia sistemática contra las mujeres trans, marcada por crímenes que oscilan entre el odio transfóbico y la violencia por razones de género, en una frontera jurídica todavía difusa entre lo que se castiga como feminicidio y lo que se nombra —cuando se nombra— como transfeminicidio.

Aunque la Ley 1761 de 2015, conocida como Ley Rosa Elvira Cely, tipificó el feminicidio como delito autónomo, estableciendo que cualquier asesinato de una mujer motivado por razones de género —ya sea por odio, machismo o discriminación— debe ser calificado como tal, sin importar las circunstancias del crimen, lo cierto es que esta disposición legal prevé un marco específico para inferir el dolo mediante elementos contextuales. Entre ellos, se encuentran las relaciones de poder desiguales, como las que ocurren en el seno de relaciones de pareja o en contextos de violencia doméstica, así como conductas previas de instrumentalización, control o manipulación por parte del agresor.

Sin embargo, el tipo penal, en su estructura, no contempla explícitamente aquellos casos en los que una mujer trans es asesinada no por el hecho de ser mujer, sino por motivos transfóbicos. A pesar de su énfasis en las causas de género, la normativa penal ha omitido reconocer de manera específica los crímenes motivados por el odio exacerbado hacia las mujeres trans, dejando sin respuesta la necesidad de abordar estos delitos de forma adecuada. La ausencia de un nombre propio para tales crímenes —en lugar de incorporarlos indebidamente bajo la categoría de feminicidio, con el consiguiente riesgo de vulnerar el principio de estricta tipicidad— crea una laguna normativa que impide que las muertes de mujeres trans sean comprendidas y procesadas dentro de un marco legal idóneo. Esta omisión perpetúa una injusticia que, en la gran mayoría de los casos, queda fuera del alcance de la tipificación penal que se pretende aplicar: el feminicidio.

Este vacío normativo cobra una relevancia alarmante en el contexto de casos como el de Sara Millerey, una mujer trans brutalmente asesinada en Bello, Antioquia, el 05 de abril de 2025. Sara fue rescatada tras haber sido lanzada a un riachuelo. Sus agresores le fracturaron los brazos y las piernas con el objetivo de impedirle nadar hasta la orilla en busca de auxilio, lo que evidencia una clara intención de infligir violencia extrema.

El caso de Sara Millerey se convierte, por tanto, en un ejemplo claro de la brecha legal que persiste en el tratamiento de los crímenes transfóbicos. A pesar de la indignación social y el clamor por justicia, las autoridades continúan calificando estos asesinatos como homicidios o, en algunos casos, como feminicidios, sin una valoración adecuada del dolo especial que caracteriza a este tipo de crímenes, cuya raíz se encuentra en dinámicas de odio y discriminación estructural hacia las personas trans.

Esta falta de reconocimiento jurídico no solo perpetúa la impunidad, sino que también deja a las víctimas de violencia transfóbica fuera del marco de protección que la ley debería garantizarles. En este contexto, surge nuevamente el debate: ¿debe considerarse el transfeminicidio una forma de feminicidio, o debe tratarse como una figura penal autónoma? La respuesta, más allá del plano jurídico, es una cuestión política y social que interpela profundamente nuestra concepción de justicia y visibilidad de un colectivo que aún continúa siendo marginado tanto por la legislación como por la sociedad.

Aunque la doctrina y ciertos sectores académicos han comenzado a utilizar el término transfeminicidio para visibilizar esta forma específica de violencia, el ordenamiento jurídico colombiano aún no lo ha incorporado formalmente. La ausencia de una definición legal no solo impide su reconocimiento institucional, sino que también limita la posibilidad de construir políticas públicas, rutas de atención diferenciadas y marcos de imputación penal acordes con la realidad de las mujeres trans. Así, mientras el discurso doctrinal avanza hacia una comprensión más inclusiva, el sistema legal permanece anclado en una concepción restrictiva frente a este tipo de violencia.

Esta discusión trasciende el plano teórico y se inscribe en una realidad urgente y dolorosa. Según cifras de la Defensoría del Pueblo, en los primeros tres meses de 2025 se han registrado al menos 13 transfeminicidios en Colombia. Estas cifras no solo representan vidas truncadas por la violencia, sino que también reflejan un sistema jurídico que, al carecer de una categoría penal clara y eficaz, termina por negar la especificidad del daño.

En este vacío, el derecho penal contemporáneo enfrenta un desafío de fondo: ¿seguirá operando bajo una arquitectura normativa ciega a las identidades disidentes, o asumirá el compromiso de nombrar, tipificar y sancionar con claridad aquellas violencias que nacen del prejuicio hacia lo trans? La respuesta a esta pregunta definirá no solo el alcance de nuestras leyes, sino también la legitimidad de un sistema penal que pretende proteger, sin excluir.

En ese orden de ideas, podemos concluir que el derecho penal contemporáneo se encuentra ante una de sus encrucijadas más urgentes: la necesidad de repensar sus categorías a la luz de realidades que, aunque visibles socialmente, permanecen invisibilizadas normativamente. El transfeminicidio interpela los cimientos de un modelo penal que, al operar desde parámetros binarios y universales, ha excluido sistemáticamente a las identidades disidentes del marco de protección legal. La omisión de nombrar esta violencia no es neutral: perpetúa el silencio, reproduce la exclusión y debilita la promesa de igualdad ante la ley. Así, el verdadero desafío no radica únicamente en crear una nueva figura penal, sino en preguntarnos qué significa, hoy, hacer justicia en un sistema que ha sido históricamente selectivo en sus garantías. ¿Estamos dispuestos a nombrar lo que incomoda, o seguiremos permitiendo que el derecho penal, en su pretendida neutralidad, consolide las jerarquías que dice combatir?