El mundo es una mujer maltratada
Durante décadas la psicología ha documentado un fenómeno devastador y, a la vez, profundamente humano: el ciclo del abuso. Una mujer maltratada por su pareja —que la golpea, la humilla o la aísla— no siempre huye. A menudo se queda. A veces lo disculpa. Dice que va a cambiar. Que ella también falló. Que quizá lo provocó. Que, en el fondo, él la quiere.
Este comportamiento no es irracional, tiene nombre. Se llama indefensión aprendida y describe cómo, tras vivir repetidas veces el maltrato sin poder evitarlo, la víctima termina creyendo que no tiene escapatoria. Renuncia a resistir. Pierde la fe en su propia voz.
Lo que resulta perturbador es que este mismo patrón, íntimo y trágico, parece replicarse a una escala global. No con una sola mujer, ni con un solo hombre, sino con naciones enteras. Con sociedades completas. Hoy, más que nunca, el mundo entero se comporta como una mujer maltratada frente a sus gobernantes.
Vivimos bajo liderazgos que mienten sistemáticamente, que abusan de su poder, que desmantelan instituciones. Y, sin embargo, seguimos ahí. A veces con rabia, otras con resignación, pero casi siempre con una dosis inexplicable de esperanza. Votamos de nuevo. Creemos en sus promesas. Les damos una nueva oportunidad. Les compramos el “esta vez será distinto”.
Cuando no lo hacemos, aparece la otra cara del síndrome: la culpa. No es raro oír que “tenemos los gobernantes que merecemos”. Que si un país está en crisis, es porque somos perezosos, ignorantes o corruptos por naturaleza. El abuso institucional se internaliza. El dolor se vuelve autoincriminación.
Al igual que en las relaciones violentas, también aquí se instala un ciclo perverso de la violencia. Primero, la acumulación de tensión: inflación, desempleo, inseguridad, discursos de odio. Luego, la explosión: represión, censura, recorte de derechos, guerra. Finalmente, la luna de miel: el líder se muestra empático, lanza programas sociales, promete unidad. Y volvemos a creer. Porque necesitamos creer. Porque el miedo a estar solos o a vivir el caos sin guía nos vuelve vulnerables a cualquier figura de poder que ofrezca orden, aunque ese orden venga a golpes.
No es coincidencia que muchos autoritarismos modernos no lleguen al poder por la fuerza, sino por el voto. La manipulación emocional no necesita fusiles. Basta con una narrativa eficaz, una promesa paternalista, un enemigo externo al que culpar. El populismo ha perfeccionado el arte del gaslighting colectivo: “Estás confundido, no entiendes bien”, “La prensa miente”, “Estás exagerando, no fue tan grave”, “Todo va bien, tú eres el problema”.
Y como en toda relación tóxica, el aislamiento también es clave. Gobiernos que polarizan, que dividen a sus pueblos entre “buenos” y “malos”, entre “patriotas” y “traidores”. Porque una población enfrentada entre sí nunca tendrá la fuerza para enfrentar al verdadero agresor.
La gran tragedia es que las víctimas también necesitamos tiempo para reconocernos como tal. Salir de la negación, nombrar el abuso, entender que no estamos solos. Y eso toma años, incluso generaciones. Pero es el primer paso para romper el ciclo.
¿Estamos listos para darlo? ¿Podemos dejar de disculpar a los líderes que nos maltratan, que prometen cambios que nunca llegan, que nos exigen sacrificios sin ofrecer justicia?
El mundo no necesita más lunas de miel con sus verdugos. Necesita despertar. Y, como esa mujer que finalmente cruza la puerta, necesita recordar que no está solo, que merece algo mejor, que hay vida más allá del miedo y la manipulación. Porque ningún abuso se justifica, aunque venga envuelto en discursos de redención o promesas de futuro. Y porque también es cierto que, al normalizarlo, al callarlo, al tolerarlo por cansancio o costumbre, terminamos haciéndonos parte de su permanencia. Pero nadie sale solo de un ciclo de violencia. Así como las mujeres necesitan redes de apoyo, comprensión y entornos seguros para dar el paso, también los pueblos necesitan comunidad, memoria y lucidez compartida. Reconocer esa responsabilidad —sin culpa paralizante pero con conciencia activa— puede ser el primer paso para cambiar el rumbo. Sólo entonces, podremos empezar a escribir una historia distinta.