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El Derecho Penal como respuesta emocional: entre la indignación social y el garantismo

Hay momentos en la vida jurídica de un país en los que el Derecho Penal deja de ser un sistema normativo racional y empieza a funcionar como un espejo de la emocionalidad colectiva. Cada vez que ocurre un crimen particularmente atroz, especialmente cuando la víctima es una persona mediáticamente visible, el debate público se dispara. El clamor social exige justicia, pero en realidad lo que demanda es castigo. Exige respuestas prontas, pero en realidad pide venganza. En ese contexto de conmoción, la política criminal se convierte en un escenario de reacción simbólica: se crean nuevos delitos, se agravan penas, se prohíben beneficios, se simplifican procedimientos.

Esta tendencia no es nueva, pero sí alarmantemente creciente. El fenómeno ha sido denominado desde distintas disciplinas como populismo punitivo, expansionismo penal o emotividad punitiva, y se caracteriza por un desplazamiento en el fundamento del poder punitivo del Estado: ya no se invoca la necesidad, la utilidad o la proporcionalidad de la pena, sino el dolor de las víctimas, el escándalo mediático o el interés político de turno. En palabras más simples: el castigo se convierte en un mensaje, no en una herramienta jurídica.

Pero ¿puede un Estado de Derecho permitir que el Derecho Penal —el más gravoso de sus mecanismos de control social— funcione a partir de emociones, y no de principios? ¿Puede el dolor —legítimo, real, profundo— de las víctimas y de la sociedad justificar cualquier forma de intervención penal?

Desde hace varios años, Colombia ha sido testigo de cómo el discurso punitivo se alimenta de la indignación colectiva. La sociedad exige respuestas frente a violencias estructurales que el Estado ha sido incapaz de prevenir: feminicidios, abusos sexuales, desapariciones, homicidios en contextos de discriminación. Y en ese escenario, el Derecho Penal parece ser la única vía para “hacer justicia”. La cárcel se vuelve símbolo de respuesta estatal; la pena, una promesa de reparación simbólica.

Sin embargo, esta dinámica es profundamente problemática. El sistema penal no está diseñado para responder a todas las frustraciones del Estado social. Cuando se le asignan funciones que no le corresponden —como prevenir la pobreza, compensar la desigualdad estructural o reparar emocionalmente a las víctimas— se desborda, se distorsiona y se convierte en un instrumento de simulacro.

La expansión del Derecho Penal en Colombia, alimentada por la emocionalidad, ha llevado a reformas legislativas desbordadas y muchas veces regresivas. Se crean delitos, se imponen penas que rompen con el principio de humanidad, y se debilitan garantías procesales que décadas de lucha constitucional habían consolidado. En ese escenario, las emociones sustituyen a la razón jurídica, y el castigo deja de ser una herramienta excepcional para convertirse en una “lógica” generalizada.

Frente a este panorama, el garantismo penal se levanta como una defensa incómoda, pero necesaria. A menudo, quienes defienden un modelo de Derecho Penal garantista son señalados de proteger delincuentes o de desconocer el dolor de las víctimas. Pero esa caricaturización desconoce el verdadero sentido del garantismo: proteger a todas las personas —víctimas e imputados— frente al uso abusivo, irracional o desproporcionado del poder punitivo.

Los principios de legalidad, culpabilidad, presunción de inocencia, debido proceso y proporcionalidad no son obstáculos para hacer justicia. Son, en realidad, las condiciones mínimas para que esa justicia no se degrade en venganza institucional. Un Estado democrático no puede —ni debe— castigar sin pruebas, sin límites, sin razones. Y mucho menos debe legislar con base en la ira y en el sentido común, que no siempre es tan común como aparenta ser.

Es por eso que, en momentos de conmoción social, el compromiso con los principios debe ser aún más firme. La Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia han insistido en que el Derecho Penal debe ser última ratio, reservado para cuando otros mecanismos hayan fallado y siempre bajo estricta sujeción a los derechos fundamentales. Sin embargo, en la práctica, la presión mediática suele eclipsar esa racionalidad jurídica.

Hay una pregunta que atraviesa toda esta discusión y que rara vez se formula de manera abierta: ¿qué queremos que haga el Derecho Penal? ¿Queremos que resuelva el conflicto, que repare el daño, que neutralice el riesgo, que exprese el rechazo social, que proporcione consuelo?

Si se espera que el castigo transforme la realidad social, estamos ante una gran ilusión. Las penas más severas no han demostrado, en ningún contexto, ser eficaces para disminuir el delito. Tampoco resocializan a los agresores. En cambio, sí producen efectos devastadores: sobrepoblación carcelaria, reincidencia, profundización de desigualdades y una ciudadanía que cada vez confía menos en la justicia como proceso racional.

Por eso, no basta con denunciar el populismo punitivo. Es necesario construir una narrativa alternativa que reconozca el dolor de las víctimas, sin sacrificar las garantías del proceso. Que promueva formas de justicia restaurativa, de reparación integral, de transformación cultural. Que entienda que el castigo no puede ser el único lenguaje del Estado frente a la violencia.

En una época donde la política criminal parece redactarse desde el miedo o la rabia, debemos ser capaces de sostener la racionalidad jurídica aun cuando el entorno clame por respuestas inmediatas. De explicar por qué el respeto a las garantías no es complicidad con el crimen, sino la única forma de diferenciar la justicia del castigo arbitrario.

El Derecho Penal debe recuperar su sentido: ser un sistema racional, limitado, proporcional, fundado en el respeto a la dignidad humana. No puede seguir siendo el canal por el cual se gestionan todos los dolores sociales. Porque cuando se convierte en una respuesta emocional, deja de ser derecho y se convierte en una herramienta de poder sin frenos.

En esa encrucijada entre la indignación social y el garantismo, es urgente optar por la razón jurídica. No para silenciar el dolor, sino para evitar que el castigo, desprovisto de límites, lo perpetúe.