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El costo invisible de una tendencia

La semana pasada medio mundo, incluyéndome, se sumó compulsivamente a la tendencia #StudioGhibli, generando imágenes con inteligencia artificial inspiradas en el icónico estilo visual del legendario estudio japonés. No es el propósito de esta columna plantear el debate del uso y explotación de la obra artística de alguien, que debe darse y con urgencia. Creo yo que hoy, Hayao Miyazaki, genio y cocreador del estudio, es una figura aún más grande que hace una semana y este experimento lo que demuestra es la singularidad de la creación humana y, cuando más, la fabulosa destreza y capacidad imitativa de la inteligencia artificial. Pero prefiero aprovechar estas líneas para poner la lupa sobre otro tema que también nos preocupa a muchos.

Generar estas ilustraciones fue un viaje emocional y un ejercicio narrativo maravilloso. Decidí construir una línea de tiempo de mi vida familiar: mi esposa, nuestras hijas, sus nacimientos y transformación en jóvenes casi adultas. En últimas, la vida. Y publiqué 20 de esas ilustraciones en las redes sociales. Cada una representaba un momento especial e irrepetible. Vernos en ese universo de trazos etéreos y luz suspendida en el tiempo fue, honestamente, conmovedor. Pero esa emoción, tan auténtica y pura, se vio pronto atravesada por una noticia que me dejó inquieto: según estimaciones recientes, herramientas de IA como las que usé para generar esas imágenes podrían haber consumido hasta 216 millones de litros de agua en menos de una semana, una cantidad suficiente para abastecer a una ciudad pequeña durante un mes.

Me costó procesarlo. Ese número se sintió como un balde de agua fría —irónicamente, agua real que quizás alguien más necesitaba para vivir, para sembrar, para beber. Entré en conflicto. ¿Puede una imagen ser hermosa si deja una huella invisible que erosiona el planeta que queremos mostrar en ella?

La inteligencia artificial está transformando nuestro mundo de maneras fascinantes. Nos permite crear, acelerar, imaginar y resolver. Pero también está dejando una estela de consecuencias ambientales que todavía no estamos preparados para enfrentar con seriedad. El problema no es solo el consumo energético, ya alarmante, de los centros de datos. Es el uso masivo de agua para enfriar esos servidores que procesan las imágenes, las respuestas, los videos, los modelos. Agua potable, en su mayoría.

Según proyecciones, la industria de la IA podría llegar a consumir más de 6.000 millones de metros cúbicos de agua para 2027, lo mismo que un país entero como Dinamarca. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificar recursos reales por ficciones digitales? ¿Cuánto vale un recuerdo ilustrado si, para hacerlo posible, estamos agotando la fuente misma que permite que los recuerdos continúen?

Esto no es una condena a la IA. Al contrario. Creo profundamente en su capacidad transformadora. Creo en su poder educativo, en su potencial para democratizar el acceso al conocimiento, en su utilidad para crear modelos más eficientes de salud, energía, transporte. Pero precisamente por eso —porque la IA llegó para quedarse— necesitamos empezar a construir marcos éticos y sostenibles que la guíen. No podemos dejarla en manos de una lógica de consumo desmedido, de “cuanto más rápido, mejor”, sin pensar en los costos ocultos.

La IA debería ser un instrumento al servicio de la vida, no una amenaza silenciosa que la debilita mientras creemos estar avanzando. Necesitamos hablar de sostenibilidad tecnológica. Necesitamos invertir en innovación que optimice el uso de recursos, en centros de datos que funcionen con energías renovables y sistemas de enfriamiento que no dependan del agua potable. Necesitamos exigir transparencia a las grandes empresas tecnológicas sobre sus huellas ambientales. Y, sobre todo, necesitamos ciudadanía digital consciente: usuarios que se pregunten, como yo me estoy preguntando hoy, si todo lo que se puede hacer, realmente debe hacerse.

No borraré mis ilustraciones. Pero quizás ya no publique más. No porque me arrepienta de haber explorado esta herramienta, sino porque quiero que el mundo en el que viven mis hijas siga siendo tan bello como las imágenes que alguna vez generé con IA. Porque ese mundo no es digital: es de carne, hueso, árboles y ríos. Y ese mundo —el real— es el que más cuidado necesita ahora.