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Criminalización de la pobreza: ¿quiénes llenan las cárceles?

La imagen que solemos tener de una persona delincuente suele estar construida más por prejuicios sociales que por cifras reales. Pero basta con mirar las estadísticas penitenciarias de muchos países —incluido Colombia— para notar un patrón inquietante: la mayoría de personas privadas de la libertad provienen de contextos marcados por la pobreza, el desempleo, la falta de educación y la exclusión social.

Esta no es una coincidencia. Aunque el derecho penal está diseñado, en teoría, para sancionar conductas y no condiciones de vida, en la práctica sus efectos recaen con mayor dureza sobre quienes menos recursos y oportunidades tienen. Las cárceles se han llenado de jóvenes de barrios marginales, de vendedores informales, de personas con bajos niveles educativos o con problemas de consumo, mientras los delitos de cuello blanco rara vez reciben el mismo tratamiento penal.

En esta columna no se trata de justificar el delito ni de suavizar la respuesta penal frente a comportamientos reprochables. El propósito es otro: invitar a reflexionar si nuestro sistema penal está cumpliendo con el principio de igualdad o si, por el contrario, está operando de forma selectiva y reproduciendo una vieja paradoja: castigar más severamente a quienes menos daño estructural le hacen a la sociedad, pero que más fácilmente pueden ser perseguidos y condenados.

La pregunta por el perfil de la población carcelaria no es nueva, y ha sido abordada desde distintos enfoques: sociológicos, jurídicos y criminológicos. Uno de los autores más reconocidos en este campo es Loïc Wacquant, quien en su libro “Las cárceles de la miseria” (2000) plantea que en muchos países el sistema penal ha sido transformado en un dispositivo de control de la pobreza, especialmente en contextos donde el Estado ha reducido su función social. Según Wacquant, “el derecho penal no se aplica con la misma intensidad sobre todos los sectores sociales, sino que se dirige con particular énfasis hacia los grupos más vulnerables”.

En el mismo sentido, el sociólogo Alessandro Baratta —precursor del enfoque de criminología crítica— afirmó que el derecho penal actúa como un “derecho penal del enemigo estructural”, dirigido no contra personas por lo que hacen, sino por lo que representan dentro del orden social. Desde esta mirada, no es extraño que en las cárceles se concentren personas que cometen delitos contra la propiedad, microtráfico, porte de armas o lesiones, mientras delitos con mayor capacidad de daño —como la corrupción, el fraude o la evasión tributaria— rara vez resultan en privaciones efectivas de la libertad.

Esta selectividad estructural no siempre responde a una intención consciente de castigar a los pobres, sino a una lógica de funcionamiento en la que los recursos del sistema penal están diseñados para actuar con mayor facilidad sobre los delitos callejeros, los capturados en flagrancia o los sectores más expuestos a la persecución. Las personas en situación de pobreza tienen menos posibilidades de contar con defensa técnica adecuada, menos acceso a mecanismos alternativos al proceso penal y muchas veces ni siquiera conocen sus derechos al momento de la aprehensión.

Como lo ha advertido el penalista español Massimo Pavarini, existe una relación directa entre la organización del sistema económico y la expansión del sistema penal. Cuando los modelos de desarrollo fallan en garantizar condiciones básicas de vida, el castigo aparece como la herramienta para controlar las consecuencias de esas fallas. Por eso, algunos autores han hablado del “Estado penal” como un sustituto del “Estado social”.

En el contexto colombiano, esta situación se refleja con claridad: según cifras del INPEC y estudios de organismos como la Fundación Ideas para la Paz (FIP), buena parte de la población reclusa proviene de entornos altamente precarizados, y muchos de ellos están privados de la libertad por delitos que no representan un alto impacto estructural. Además, el hacinamiento carcelario supera el 120%, lo que profundiza aún más las condiciones indignas de reclusión.

Lo que revelan estas reflexiones no es un sistema penal perverso en su diseño, sino profundamente desigual en su funcionamiento. Castiga más rápido a quien está más cerca, más visible, más frágil. Las cárceles, lejos de ser espacios de resocialización, se han convertido en depósitos humanos donde se reproducen las mismas condiciones de exclusión que muchas veces llevaron a esas personas a cometer dichos delitos.

No se trata de romantizar la pobreza ni de negar que existan comportamientos delictivos que deben tener consecuencias. Pero sí urge preguntarnos si el uso que estamos haciendo del derecho penal está sirviendo para proteger bienes jurídicos fundamentales o si, en cambio, lo estamos utilizando como una herramienta para contener la marginalidad, en lugar de atender sus causas profundas.

Quizás la pregunta no sea solo por qué castigar, sino a quién castigamos más fácilmente, y qué dice eso de nuestras prioridades como sociedad.