Tirar a matar
“Shoot to kill” es una frase muy gringa que evoca buena parte del imaginario colectivo sobre las medidas extremas que hay que tomar ahora… en Colombia, y en el mundo.
Cuando Trump anunció, pomposamente, que mató a once tripulantes de una lancha que presuntamente llevaba drogas hacia los Estados Unidos, no le di suficiente importancia por creer que era un show (como buena parte de lo que hace). Ahora, que vuelve a anunciar el mismo resultado, estoy convencido de que no va a parar (como casi nunca lo hace). Y no lo va a hacer, porque ese proceder es muy característico de su política, y del pensamiento de quienes, incondicionalmente, la apoyan.
Hay una razón por la que los policías tienen prohibido, en casi todas partes del mundo, tirar a matar: lo que busca la justicia no es aniquilar al delincuente. Por eso, lo que ha hecho Trump al disparar contra quien no tenía -ni de lejos- la posibilidad defenderse o siquiera escapar no es un acto de justicia, sino un acto de guerra. Y un acto prohibido de guerra, además. Porque incluso en la guerra hay reglas que han sido dispuestas por quienes -a diferencia del actual “Líder del mundo libre”- la han vivido y saben que es un animal grande, que pisa fuerte.
La mayor expresión de la irracionalidad de la guerra, en mi opinión, se aprecia en el movimiento del surrealismo. Ante los horrores de la “Gran Guerra” un grupo de artistas quisieron representar un mundo carente de toda lógica, sin perspectiva ni estructura. Pintaron relojes que se derriten en una playa, amantes que se besan sin rostro y figuras que son tan extrañas que ni siquiera pueden describirse con palabras. “El suicidio de la razón” le llamaron a la primera guerra mundial. Y, en verdad, lo fue.
No fue sólo la muerte en cifras inabarcables; fue la invención industrial del dolor. Trincheras que se tragaron generaciones; gas mostaza quemando pulmones; los cráteres del Somme convertidos en cementerios sin lápida. Fue la revolución industrial del desgaste absurdo: una modernidad orgullosa de sus máquinas usándolas para triturar cuerpos y espíritus.
Es que tirar a matar implica abandonar toda esperanza de resolver un conflicto por vías civilizadas. Es renunciar por completo a cualquier expectativa de alcanzar una solución que pueda ser escalable a futuro. Es dar el hoy por el mañana. Es lo que hace Trump, pero también es lo que hicieron contra él en campaña. Es lo que hicieron con Charlie Kirk y también con Miguel Uribe. Es lo que hace Israel en Gaza (y donde sea). Es el eslogan de campaña del candidato felino a la Presidencia de nuestro país.
De hecho, tirar a matar es en lo que se ha convertido la política colombiana, por lo menos, desde hace una década y media, en la que quien pierde termina en la cárcel o ad portas. Se ha extendido a tal punto el uso de la ley como arma de guerra (el lawfare que llaman) que, sistemáticamente, el candidato que resulta derrotado en las urnas termina defendiéndose del Estado el resto del periodo. Pasó con Arias en la primera y Zuluaga en la segunda; pasó con Fajardo; pasó con Rodolfo Hernández y ha pasado, prácticamente, con casi cualquiera que se haya atrevido a aspirar a un cargo importante de elección popular en nuestro país.
Está claro que “aniquilar al otro” no puede ser nunca el fin, pero tampoco puede ser el medio. Eso es un postulado básico del reconocimiento de nuestro valor como individuos y como especie. Sin embargo, hemos cruzado tantas veces la línea y en tantos frentes (guerra militar, política, económica, social…) que estamos perdiendo el temor a la guerra. Y eso es muy peligroso.
Colombia conoce de sobra las consecuencias de normalizar el “tirar a matar”. El Bogotazo y la Violencia que le siguió; el secuestro convertido en rutina; el Palacio de Justicia en llamas; Bojayá; los “falsos positivos” como degradación del sentido mismo de lo humano; líderes sociales sistemáticamente desaparecidos por incomodar poderes locales. Cada uno de esos episodios tiene algo en común: la idea de que el otro es descartable, prescindible, una plaga que se elimina. Cuando esa idea se instala, el Estado de Derecho pierde legitimidad, la democracia se vuelve trámite y la ley se convierte en herramienta para aplastar.
El día que nos volvamos a asustar —en serio— de lo que somos capaces de hacer cuando deshumanizamos al otro daremos el primer paso para superar nuestros cien años de guerra. Hasta entonces, cada vez que aplaudamos el “shoot to kill” —con balas o con palabras— estaremos dando un paso más hacia nuestro propio suicidio, el suicidio de la razón.