Mediocridad: ¿síndrome o cultura popular?
En los ambientes en los que me muevo, no son pocos los casos en los que se expresa una cierta preocupación por la calidad e intensidad del trabajo de las nuevas generaciones. No sé si es algo que realmente ha sido medido o es una concepción que se instala, no pocas veces, en distintas generaciones, para marcar diferencias entre una manera arraigada, valorada de enfrentar las responsabilidades, y, a lo mejor, un cambio de paradigma generacional con respecto a ello.
He recibido comentarios como los siguientes: “En nuestro banco ya no estamos contratando personas menores de 50 años, no hay compromiso en el trabajo de las nuevas generaciones”; “Es muy difícil enfrentar responsabilidades para los jóvenes de hoy, no ven el trabajo como un espacio más de realización, es sólo una carga, que hay que sobrellevar, para luego disfrutar, por el beneficio proporcionada por el trabajo, de lo que realmente les gusta”; “No les interesa hacer carrera en una empresa, el mantenerse un largo período en una misma institución no genera ni orgullo ni reconocimiento”, son algunas de las expresiones que creo hemos escuchado en más de una oportunidad.
Las críticas, no pocas veces se hacen extensivas a la misma institución que parece no ser capaz de generar los mecanismos necesarios para que el trabajo responsable, riguroso y de calidad se instale y parece dejarse a la simple iniciativa individual de cada uno de los funcionarios de la institución. Esta situación se hace inclusive mucho más compleja, cuando la actitud se instala desde aquellos mismos que tienen la responsabilidad de velar por el bien mayor de la institución y se acogen a prácticas privilegiadas que poco o nada contribuyen a enviar mensajes potentes de qué es lo que necesita la institución y cómo debe realizarse.
Para muchos, que han estudiado esto, que no lo definen como un un síndrome, algunos tienen a nombrarlo de esa manera y le agregan el apelativo de “mediocridad”. Para los primeros no se eleva a la condición de síndrome ya que no tiene diagnóstico ni individual ni colectivo, se eleva más bien a una expresión popular para describir una actitud o patrón de comportamiento que se conforma con lo justo, evita mejorar, rehúye el esfuerzo y no reconoce la excelencia. A lo mejor tiene que ver con un estilo de vida que se está instalando, el problema es que envía señales a veces complejas.
En una oportunidad, en una reunión con docentes de distintas instituciones de la región en que trabajo, uno de ellos expresó lo siguiente: “Hacer la pega bien, implica sin duda más trabajo y no repara en el reconocimiento que ello requiere”. Lo que el docente estaba explicitando es el tema que me preocupa, en función de las señales que se instalan, de las sinergias que ello genera y, por qué no decirlo también, de las posibles resistencias a enfrentar aquello de una manera diferente.
Para los especialistas laborales, esta expresión popular, se podría manifestar a través de algunas señales. El listado se podría explicitar de la siguiente manera: conformarse con lo suficiente, aunque se pueda realizar de mejor manera; falta de motivación y una actitud en pro de aprender y crecer; miedo a salir de la zona de confort y enfrentar nuevas responsabilidades; excusas más que frecuentes, de distinta índole pero que siempre apuntan a lo mismo, que “no vale la pena”, o que las “cosas han sido siempre así”; rechazo a cualquier tipo de crítica, por más constructiva que esta pueda ser y; una tendencia a la envidia o la desvalorización de quienes tienen una disposición hacia el esfuerzo.
Como ya lo he planteado, esto se ha instalado en los discursos de las más variadas instituciones y para algunos parece sinceramente escalar, instalando una cultura que no siempre apunta a los logros de la empresa a desarrollar. Los detonantes de estas señales pueden ser de variada índole, desde la baja autoestima, la inseguridad, el desenvolverse en entornos que no reconocen el esfuerzo, con baja autoestima, que instala el miedo, tanto al fracaso o incluso al éxito, con una cultura que penaliza el equivocarse y que, en no pocas oportunidades genera desmotivación prolongada y cansancio emocional.
Las instituciones que viven estas experiencias, se ven enfrentadas a altos niveles de estancamiento, e incluso retroceso, ven pasar muchas oportunidades sin aprovecharlas en toda su intensidad, con altos niveles de frustración en el largo plazo y tendencia a justificar y normalizar pobres resultados. Mientras más se instale, mientras pase mayor cantidad de tiempo, mientras más permee esta mirada la cultura organizacional, más difícil parece enfrentarla y revertirla y aquellos que asumen dicha responsabilidad enfrentarán muchos más que una titánica tarea.
No sé si hay recetas para enfrentar este tipo de situaciones, pero creo que es necesario realizar un crudo diagnóstico que convoque a todos, que permita visibilizarlo, que instale la relevancia de advertirlo, ya que, como decía Vicente Huidobro, a veces se necesita ver sangrar la herida. El proceso requiere de que todos se sientan integrados, de varios liderazgos que convoquen, aúnen y que no dividan, que sepan que tienen la responsabilidad de mostrar el camino, pero también de acoger y valorar las más variadas inquietudes que aporten.
En un principio las metas deben ser no muy ambiciosas, pero claras, que la necesidad del cambio parta de las convicciones más personales de cada uno de los integrantes de la comunidad, que se valore la inclusión, la escucha y la integración, que se perciba el valor del mismo, su relevancia, que genere espacios a favor de la inspiración, del reconocimiento. Entender que el error es parte del proceso, que el resultado puede no llegar como esperábamos, pero se celebra y reconoce el progreso, que aporte valoración por el compromiso, el esfuerzo y la disciplina.
Esta actitud de conformismo, cierto nivel de apatía y hasta desidia que se instala en las instituciones y que atenta contra el crecimiento personal y colectivo, es consecuencia de muchos factores que hemos analizado, reconocerlo es el primer y necesario paso para enfrentarlo e intentar superarlo. Asignar un valor, desde lo cotidiano, a la responsabilidad personal, a la mejora continua y al esfuerzo y entender que en todo ello, también hay espacio para el goce.