Elogio a la tibieza
Inicio esta columna con una confesión: soy un tibio consumado, convencido. Inclusive, radical -vaya paradoja-. No sé en qué momento de la historia, por lo menos de la reciente, la tibieza se volvió un defecto. Lo tibio siempre se asoció al bienestar, al abrazo de los abuelos, a la frazada protectora, una bebida reconfortante o el clima ideal. El placer de una buena compañía, sin urgencias ni tensiones. Una mirada que te dice: todo va a estar bien. Es más probable ser cálido desde la tibieza, pero también es factible pasar de la calidez apasionada a la calentura. Entonces, el reto en últimas, es mantener la temperatura emocional, el clima colectivo, el equilibrio. No es fácil, por supuesto. El calentamiento global, hoy, no es sólo un fenómeno del clima, sino de la consciencia, el alma o el espíritu -como queramos llamarlo-. Y vivimos entre temperaturas extremas. Cuando no amanecemos en llamas, la frialdad del mundo se nos cuela por los huesos y es ahí, cuando uno añora un poco de tibieza.
Junto a la tibieza, otro atributo humano en otrora positivo, pero lapidado con violencia en los últimos tiempos, es el de ser centrado. El doble rasero prima. Mientras muchos colegios y hogares, sumados a miles de coaches instagrameros, hablan de la importancia de ser ecuánimes, evaluar opciones, escuchar al otro, promover ambientes de colaboración, tener paz interior, cuidar la salud mental, aprender a mediar y mantener el foco en lo importante, nuestra vida pública y comunitaria se ha vuelto una guerra de trincheras. Estamos agazapados, esperando la oportunidad para aniquilar al “otro”, que en la mayoría de los casos, no es más que uno de nosotros: un ser humano con sueños, anhelos, miedos y frustraciones. La retórica incendiaria que rige el diálogo público y el pánico colectivo que genera sentir que no entendemos el mundo en el que habitamos, que todo está cambiando; esa sensación de “paren que yo me bajo” permanente, nos lleva a la irracionalidad y la pasión ciega. Dejamos de ser ciudadanos, miembros plenos de una comunidad, para convertirnos en “barras bravas”, defensores a ultranza de un “trapo”, cualquiera que este sea.
El internet potenció la sociedad del espectáculo. La superficialidad y la inmediatez abundan. Las redes sociales le han entregado micrófono a todo el mundo y en esa entropía, se hace escuchar el que más grita, el que más provoca y escandaliza. El mundo es cada vez más cacofónico. La indignación permanente arrinconó a la tibieza; la brevedad del trino y los videos, asfixian el pensamiento crítico y el análisis. Vivimos entre alaridos, mensajes efectistas, show, exaltación de los miedos atávicos. Y vaya que eso le conviene a unos cuantos.
Paul Valery dijo alguna vez: “La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen para provecho de gentes que sí se conocen pero no se masacran”. Me rehúso a mirar a mi prójimo desde la trinchera.
El mundo se está reconfigurando. Se avecina un nuevo orden mundial, no sé cuál y no sé cómo, exactamente. Pero está claro que las placas tectónicas de la historia se están reacomodando.
En medio de tanta irresponsabilidad, avaricia y ligereza, que nos puede llevar a la debacle, manifiesto mi fe inquebrantable en la condición humana. En nuestra capacidad de enmendar el camino, de corregir los errores y anteponer el bienestar colectivo. Y hago pública mi utopía personal: vivir en un mundo en el que las cosas no sean buenas o malas, dependiendo de quién las haga; en el que se construya desde la diferencia, progresando y conservando, siempre, en búsqueda del bien común. Necesitamos líderes, en todos los estamentos, que sean capaces de escuchar y tomar lo mejor de cada persona, sin importar las diferencias. Que tomen decisiones equilibradas y enfocadas. Líderes centrados en lo verdaderamente importante, sin debilidades vanas por las luces de los reflectores, enfocados en devolverle la tibieza a este convulsionado planeta. No es fácil, lo sé. No está de moda, no llama la atención, no satisface a la galería. Tal vez soy un soñador, pero no soy el único. Estoy seguro.