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El cuento de los extremos

Los ires y venires de la temporada electoral durante la última semana han estado dominados por un llamado radical al centro, o más bien, por un rechazo extremista a los sectores que el centro denomina como extremos, que por supuesto son todos aquellos que no estén en el combo encabezado por Fajardo y con Luna, Cárdenas y Galán completando el elenco. La tesis detrás del empuje de esta narrativa, que incluso ha contado con la intervención del presidente Santos, es retratar a los sectores “a su derecha” como una fuerza política de un talante radical similar al del petrismo, tan intransigente en su vocación de conquistar ciertos objetivos ideológicos que les hace incapaces de derrotarlos electoralmente en 2026. La estrategia no está para nada mal pensada: ciertamente, la idea de asegurar una derrota del petrismo casi sin dramas debería ser una proposición más que interesante para quienes se sienten identificados con la ideología de derecha, como es mi caso, y podría llevar a que el candidato de ese centro, probablemente Fajardo, conquiste cantidades sustanciales de votos que en elecciones pasadas se habrían ido con esos viejos y queridos extremos.

Por fuera de sus méritos estratégicos, la idea en sí, por intuitiva que parezca, merece un análisis serio. Es más que conveniente preguntarse si ese extremo derecho se caracteriza por esa misma vocación radical que el izquierdo, especialmente al contrastar sus más recientes experimentos de gobierno.

Mi análisis sobre el tenor radical de uno y otro se basa en cuatro criterios: la relación entre el gobierno y las otras ramas del poder durante su gestión; el tipo de gabinetes que conformaron a lo largo de su cuatrienio (su origen ideológico, si eran de unidad nacional o no, la predominancia del perfil técnico y la continuidad); la compatibilidad entre su programa de gobierno y el marco institucional colombiano en su entendimiento más amplio; y, por supuesto, el tono y las evocaciones del discurso público de cada uno.

La relación entre el Gobierno Petro y las otras ramas del poder ha sido totalmente adversarial, y ni siquiera el mismo Presidente ha intentado esconderlo; tanto es así que acuñó la idea del bloqueo institucional como una forma de maquillar perversamente aquello que es, precisamente, el ejercicio de los pesos y contrapesos previstos en la Constitución, y que más allá de eso corresponden a atribuciones lógicas que escapan al presidente de la república en cualquier sistema no autoritario del mundo, como ejercer el control de constitucionalidad y legislar, ambas facultades que el gobierno de Petro ha intentado abiertamente usurpar: la primera en boca del otrora ministro de Justicia Eduardo Montealegre, y la segunda por medio de frecuentes decretos abiertamente inconstitucionales que las altas cortes, frecuentemente al unísono, han rechazado. La misma caracterización no puede hacerse respecto del Gobierno de Iván Duque, quien, por supuesto, tuvo momentos de contraposición con las otras ramas del poder, por ejemplo con la reforma tributaria inicialmente presentada por Carrasquilla, la cual el gobierno terminó retirando y reemplazando por una reforma más consensuada, presentada por un ministro de Hacienda con mayor credibilidad entre el electorado y los demás sectores políticos, o frente a las altas cortes en el debate sobre la aspersión aérea con glifosato. Aun así, se trató de confrontaciones muy lejos de versar sobre aspectos fundacionales de cualquier democracia occidental medianamente funcional.

Hablar de los gabinetes es un ejercicio casi inocuo. Si bien el Gobierno Duque tuvo sus sombras con el ya mencionado Carrasquilla y personajes como Alicia Arango y Diego Molano, también contó con notables inclusiones como María Victoria Angulo, Ángel Custodio Cabrera, José Manuel Restrepo, Fernando Ruiz y Sylvia Constaín, que pueden ser tachados de todo menos de representar un talante ideológico radical, como sí ocurre con Carolina Corcho, Edwin Palma, Gloria Inés Ramírez, Irene Vélez y demás personajes cuyo perfil es eminentemente político antes que técnico, y que en algunos casos militan en sectores a la izquierda del mismo Petro, como es el caso de la miembro del Partido Comunista Gloria Inés Ramírez, quien ha permanecido en el gabinete durante todo lo que va del cuatrienio, mientras que el único intento de gabinete de unidad nacional fue dinamitado por el mismo presidente a escasos meses de su formación.

Sucede prácticamente lo mismo al medir la compatibilidad entre ambos planes de gobierno frente al marco institucional colombiano: basta con observar el fanatismo con el que se ha perseguido la agenda de “cero hidrocarburos” y acogido el “decrecimiento” por parte de este gobierno, todo bajo la bandera de la lucha contra el cambio climático, en la cual el aporte de Colombia es absolutamente irrelevante a escala global, o la proclamación de la necesidad de convocar una asamblea nacional constituyente en un país con una Constitución estructuralmente socialdemócrata.

La comparación del tono empleado por ambos gobiernos también arroja la misma conclusión: nadie puede citar un equivalente, durante el Gobierno de Iván Duque, a las evocaciones de Petro a la guerra a muerte o a la designación de los empresarios como “HP esclavistas”, ni un ejemplo similar de movilizaciones de la población civil como instrumento de presión política a las instituciones.

En fin, la idea de equiparar ambos extremos como igual de radicales, si bien puede dejarle réditos políticos al centro, es fundamentalmente deshonesta y, a la larga, le alivia la carga al Gobierno Petro de ser, de lejos, el más disfuncionalmente radical en la historia política colombiana, probablemente desde los tiempos de Laureano Gómez. Si bien la honestidad intelectual escasea en todos los frentes políticos, pica un poco más cuando viene de quienes se jactan de hacer política de una forma diferente y se suben en un pedestal moral de su propia autoría.