Dónde la Justicia no llega
Las fronteras del aborto legal entre la voz de la Corte y el silencio del Estado
Hay derechos que existen solo en el papel, promesas escritas con tinta que nunca llegan a los territorios más segregados. En Colombia, la despenalización del aborto —ahora IVE— marcó un hito jurídico a favor de la autonomía reproductiva de las mujeres. Pero entre la sentencia y la sala de urgencias — o los centros de salud clandestinos —, entre la Corte y las calles sin pavimentar, se abre un abismo. Un abismo donde las mujeres y personas gestantes racializadas, empobrecidas o rurales siguen encontrando puertas cerradas, voces que juzgan y servicios que nunca llegan. Esta columna explora esas otras fronteras del aborto legal: las que se dibujan en el mapa de la exclusión de un país donde un derecho se desvanece cuando no hay condiciones para ejercerlo.
Desde el 2006, cuando la Corte Constitucional despenalizó el aborto en tres causales, y especialmente desde la Sentencia C-055 de 2022 —que estableció el derecho al aborto libre hasta la semana 24 de gestación—, Colombia ha sido reconocida como uno de los países con una de las legislaciones más progresistas en América Latina en materia de interrupción voluntaria del embarazo. La Corte ha reiterado que la maternidad debe ser una decisión libre y que el Estado tiene la obligación de garantizar servicios de salud seguros, oportunos y dignos para ejercer este derecho. Con cada decisión, el alto tribunal ha trazado un camino claro hacia la justicia reproductiva.
Sin embargo, esa ruta —al menos sobre el papel— no siempre se traduce en caminos transitables para todas. En los territorios donde la presencia estatal es mínima o se limita al control policial, el derecho a abortar sigue dependiendo del azar: de encontrar un profesional que no objete, de que el centro de salud no imponga barreras administrativas, de que se hable el idioma, de que no se tema a la xenofobia o a la estigmatización cultural.
Para muchas mujeres indígenas, por ejemplo, el acceso a servicios de salud sexual y reproductiva se enfrenta a obstáculos lingüísticos, geográficos y de discriminación estructural. La interculturalidad que exige la Corte en su jurisprudencia es aún una deuda pendiente en la práctica del aborto en diversos territorios colombianos. Por su parte, las mujeres migrantes —especialmente venezolanas en situación irregular— muchas veces desconocen sus derechos o temen solicitarlos por el riesgo de ser denunciadas o maltratadas por el personal médico.
Las sentencias son claras, pero los sistemas de salud y protección social no están preparados, ni dispuestos en muchos casos, para garantizar esos derechos en condiciones de igualdad. Así, la IVE legal se convierte en un privilegio de quienes viven en las capitales, tienen acceso a información y pueden sortear la burocracia sin miedo.
Según cifras del Ministerio de Salud, más del 70% de los procedimientos de IVE se concentran en zonas urbanas, especialmente en Bogotá, Medellín y Cali. En contraste, regiones como La Guajira, el Chocó o el Vaupés —donde la mayoría de la población es indígena o afrodescendiente— registran tasas extremadamente bajas, lo que no refleja una menor necesidad, sino un acceso profundamente desigual. En muchos de estos lugares, el aborto sigue ocurriendo en la clandestinidad o simplemente no ocurre, incluso cuando hay riesgo para la salud física o mental de la persona gestante.
Las organizaciones sociales han documentado casos alarmantes: mujeres indígenas a quienes se les negó la atención por no hablar español con fluidez; migrantes que fueron remitidas de un hospital a otro sin orientación clara, hasta que se agotó el plazo legal; adolescentes rurales obligadas a llevar el embarazo a término porque el personal médico objetó conciencia en bloque o porque simplemente no había ginecólogo disponible. Estos no son casos excepcionales: son la regla general en muchos rincones del país.
La Corte ha hablado con fuerza, pero el Estado ha respondido con un silencio administrativo que duele y excluye. La falta de reglamentación clara, la ausencia de rutas interculturales, la débil formación del personal de salud en derechos sexuales y reproductivos y la persistencia del estigma, han convertido un derecho fundamental en una carrera de obstáculos.
La distancia entre lo que dictan las sentencias y lo que viven muchas mujeres en Colombia no es una simple falla de coordinación estatal: es una expresión de negligencia estructural. La legalidad del aborto, conquistada con años de movilización feminista, sigue sin convertirse en una garantía real para quienes habitan en los márgenes. No se trata solo de falta de recursos, sino de una voluntad política que no reconoce como prioridad a las mujeres indígenas, afrodescendientes, rurales o migrantes. La ausencia de un acceso digno al derecho impide que la ley se materialice en justicia, reduciéndose a un eco ineficaz que se desvanece en el abandono.
No basta con celebrar o cuestionar el fallo de la C-055 de 2022. Es urgente exigir su materialización real, desde abajo y para todas. Eso implica acciones concretas: protocolos diferenciados para pueblos indígenas y población migrante, formación obligatoria con enfoque de derechos y género para el personal de salud, sanciones efectivas a quienes obstaculicen el acceso a la IVE, y una política pública nacional que entienda que garantizar el aborto legal no es un favor: es una obligación.
La justicia no puede ser un privilegio. Mientras el aborto legal siga siendo inaccesible para quienes más lo necesitan, la promesa constitucional no será más que una declaración vacía. Donde la justicia no llega, no hay derecho: hay exclusión disfrazada de legalidad. Y frente a eso, el silencio ya no es una opción.