La gallardía de las formas
En el derecho las formas son esenciales. Por eso, cuando un juez pierde la compostura, pierde derecho.
El artículo 148 del Código de Procedimiento Penal impone a todos los jueces penales del sistema oral acusatorio el deber de usar la toga. Esto no solo busca dar majestad a la administración de justicia, sino también distinguir al juez como rector del proceso. Desde su color negro, que evoca sobriedad, hasta el hecho de que no pase de los tobillos para evitar arrastrarla, la toga está pensada para ser un sacramento de la justicia penal. El manto literal que cubre al juez es remembranza del manto de solemnidad que ha de revestir el acto por el cual un ciudadano queda sometido a la máxima expresión del poder punitivo del Estado.
En realidad, todo lo que rodea a un juez en la audiencia está infundido de simbolismo. El lugar físicamente elevado que ocupa su escritorio respecto a los de las demás partes, el deber de levantarse cuando este entra a sala, la costumbre de referirse a él en tercera persona cuando se le está hablando directamente («Ruego al juez que me dé el uso de la palabra…»), todo eso -y más- es resultado de duras batallas que la justicia tuvo que librar para imponerse sobre la violencia en la búsqueda de una forma civilizada de solucionar los conflictos de una sociedad.
Pero todo esto que se ha forjado tras siglos de lucha es, de todos modos, muy frágil. Ante el menor descuido, en un minuto se puede echar a perder.
En 82 segundos, la juez de Álvaro Uribe perdió buena parte del terreno que, cuesta arriba, le tocó irse ganando en su camino por legitimar a la intervención de la justicia en este que ha sido uno de los casos más difíciles e importantes de nuestra historia. Visiblemente desencajada, regañó a las partes por haber «filtrado» a la prensa una sentencia que es pública; acusó al hijo del procesado de faltarle gallardía y, cuando aquél le reclamó, le mandó a callar de una forma burda.

Lo primero sería notar que el regaño con el que la juez abrió su mala hora (o, mejor, mal minuto) es jurídicamente infundado. Las sentencias, salvo disposición expresa en contrario, son documentos públicos (¡y más esta!). Pero hay también un tema de forma ahí: luego, cuando la defensa le pidió leer el fallo en audiencia, se negó a hacerlo por su extensión. ¿Cuál fue, entonces, su molestia con difundir un fallo que, al final, no iba a leer?
Ahora, más allá de este cuestionamiento, ese regaño ha pasado desapercibido. Principalmente, porque lo que vino a continuación fue una sorpresa tan grande que desplazó -con razón- toda la atención de la audiencia:
«… también tengo entendido que alguno de los hijos del señor procesado, que no tuvieron la gallardía de venir a acompañarlo acá cuando vino a hacer presencia…»
Esto dejó a muchos sin palabras, incluido quien ahora les escribe. A quien no dejó mudo fue al condenado que interpeló -con toda razón- para llamar al orden a la juez. Lo que vendría, también para mi sorpresa, fue un
«¿Se puede callar, señor Uribe?».
Lo ocurrido es más grave de lo que podría parecer. No porque a la juez le vayan a imponer una sanción ni porque el caso se vaya a caer por esto. Lo que realmente lastima de todo esto es que tiró al traste lo que tanto le había costado construir desde un principio: despersonalizar la administración de justicia para comunicar que, más allá de los afectos y desafectos que pudiera tener el individuo que viste la toga, el ciudadano estaba siendo juzgado por el Estado colombiano.
Es verdad que este fue un fallo que no convenció a muchos. Para una buena parte, reafirmó que Uribe es culpable. Para otra, reafirmó que es un montaje. Esto era inevitable y, con toda seguridad, debía saberlo la funcionaria el día en que le cayó el reparto. Pero, al menos en mi opinión, la juez libró -y ganó- unas duras batallas y, principalmente, logró llevar a término el proceso (algo que no es, para nada, fácil de hacer). No había necesidad de hacer lo que hizo: meterse con la familia del procesado fue un gravísimo error. Y hay que reconocerlo.
Durante esos segundos, se desnudó la persona del símbolo y la juez dejó caer su toga. En ese acto, la funcionaria volvió el tema personal. Desde su incomodidad -¡ni más faltaba que no le afectara!- atacó a la familia de quien está a ella sometido, no como persona, sino como autoridad. Habló desde su dolor y, ¿cómo no?, desde su legítima preocupación por su seguridad. Pero ese no era el espacio, ni esas eran las formas.
Para la historia queda el recordatorio de lo difícil que es ser juez. En sus hombros soporta el peso de los símbolos que representa y sobre su cabeza cuelga como espada la opinión pública que le juzga en cada acto, tanto como él juzga al procesado. Por eso, especialmente en casos como este, para llevar la toga bien puesta en todo momento se necesita templanza, sabiduría y también mucha, mucha gallardía.