¿Está naciendo una nueva Colombia?
Mi generación nació en un país donde ser culto era motivo de orgullo. Pero luego llegó el dinero fácil, y con él, la distorsión de los valores.
Nací en 1955, y mi padre en 1933. Somos parte de una Colombia que ya no existe: una nación rural, austera, donde el café era la columna vertebral de la economía y donde el conocimiento era símbolo de estatus y progreso. En esa Colombia, la cultura era capital social.
Todo eso empezó a cambiar —y a fracturarse— cuando irrumpió el narcotráfico. No solo se transformó el poder económico, sino también el corazón de la sociedad. La ambición del dinero fácil se volvió aspiración colectiva —y, lo que es peor—, la violencia, el lujo, la ilegalidad disfrazada de astucia se volvieron capital simbólico. En esa Colombia, “el vivo vive del bobo” y el “no dar papaya” se transformaron en consignas nacionales.
Así, la figura del traqueto desplazó al maestro, al médico, al abogado como modelo a seguir, y la narcocultura se filtró por todos los poros del Estado: política, finanzas, empresa privada e incluso los actores de la guerra, como las guerrillas y los paramilitares.
Y sí, es cierto: buena parte de mi generación absorbió ese cambio de época. En medio de esa transformación social y política surgieron liderazgos antagónicos como los de Álvaro Uribe Vélez y Gustavo Petro, reflejo de un país que ha buscado caminos opuestos para enfrentar sus crisis, pero que, en ambos casos, responden a una historia compartida que los precede.
Sin embargo, vengo observando desde hace un tiempo que algo está cambiando en el alma de Colombia. Hoy existe un movimiento profundo, especialmente en la juventud, que me permite intuir que estamos frente al amanecer de un nuevo país. La elección de Gustavo Petro fue una primera señal de ese viraje, pero no por él como individuo, sino por lo que simbolizó su llegada: la posibilidad de salir de los mismos de siempre, de desafiar al establecimiento, de abrirle paso a otras voces.
Que el fallo contra Uribe lo haya proferido una mujer también marca una ruptura. Es un símbolo de que por primera vez, el poder —ese que históricamente ha sido masculino, elitista y blindado— empieza a ser interpelado desde otros lugares.
“La toga no tiene género”, dijo la jueza Sandra Heredia en la introducción de su sentido de fallo, pero no por casualidad Themis, la diosa de la justicia, es mujer, y fue una mujer la llamada a marcar un hito con esta decisión. El 28 de julio y el 1 de agosto de 2025 pasarán a la historia de Colombia no porque declararon culpable a un individuo, sino porque cayó un mito: que el poder hace intocable a los hombres.
Del liderazgo de Álvaro Uribe hay que decir que sintetiza lo mejor y lo peor de la vieja Colombia. Él es un hombre ilustrado, culto e inteligente, y un gran líder que logró reunir millones de adeptos que lo defienden a capa y espada, que partió la historia nacional, pero que también es el reflejo de una época autoritaria, vertical, marcada por el miedo y por una concepción de la seguridad centrada en la fuerza y no en la justicia.
Por eso el fallo judicial contra el expresidente no es apenas una decisión jurídica. Es un hito cultural. Una línea que separa dos formas de entender el país: la del poder blindado y la de una justicia que empieza a tocar a quienes parecían estar por encima de la ley.
Más allá de personas o partidos, hay algo mucho más profundo ocurriendo: la juventud es hoy el campo de batalla de los proyectos de país. De un lado, el pasado que se resiste a morir. Del otro, un futuro que exige nacer.
Lo más importante es que estos cambios no están naciendo de una élite ilustrada ni de un partido político. Vienen desde abajo, desde las calles, desde los jóvenes que hoy no quieren parecerse al traqueto exitoso, sino que hablan de salud mental, de cambio climático, de derechos reproductivos, de diversidad. Jóvenes que ya no preguntan de qué lado estás, sino qué estás haciendo para cambiar las cosas o cómo te posicionas frente a ciertos temas. Que exigen estar en la política no como cuota, sino como fuerza transformadora. No piden permiso: proponen, se organizan, interpelan.
Esa juventud es el alma del nuevo país que empieza a perfilarse. Pero también es un alma en disputa. Porque si bien hay un impulso progresista que la empuja hacia la equidad y la inclusión, también hay fuerzas que intentan arrastrarla al pasado. Las narrativas reaccionarias, los discursos de odio en redes, el miedo al otro, el rechazo a la diferencia, el culto a la productividad vacía y al dinero rápido siguen teniendo eco y siendo instrumentalizados por sectores políticos que se aferran a ellas como estrategia, buscando reciclar un país que ya no existe.
Reiteramos: esta lucha no es solo política, es cultural. Es una batalla por el corazón mismo de lo que queremos ser como sociedad. La pregunta es si sabremos acompañar ese cambio o si volveremos al pasado. Porque no basta con haber elegido un gobierno distinto o haber presenciado un fallo importante. No. El futuro está en disputa, y se trata de definir si vamos a seguir anclados en un país de nostalgias y privilegios, o si nos atrevemos a construir una Colombia donde el poder sea servicio, donde la diversidad sea riqueza, donde el conocimiento vuelva a ser una aspiración y no una rareza.
Debemos ser claros: la solución no está en regresar al pasado. Está en construir el país que aún no hemos sido.
Desde mi lugar como congresista liberal, he apoyado causas, no caudillos. Y si algo tengo claro es que el cambio no debe ser patrimonio exclusivo de la izquierda, del centro o de la derecha. El futuro no debe tener un matiz ideológico.
Es momento de que todos los sectores, desde todas las orillas, entiendan que este país necesita debates que miren hacia adelante, que aborden los grandes temas que la juventud está poniendo sobre la mesa y que deriven en políticas que respondan a los problemas reales de nuestra gente.
A quienes siguen añorando los tiempos del garrote, del todo vale, del poder sin límites, solo puedo decirles: el país cambió. La juventud no les pertenece. Pertenece al futuro.
¡Está naciendo una nueva Colombia!