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Entre el castigo y la promesa de cambio: ¿qué nos deja el derecho penal este año?

El cierre de un año no solo invita a balances personales; también obliga —si se ejerce el derecho con conciencia— a detenerse y mirar el camino recorrido. El derecho penal, quizá más que cualquier otra rama, vive permanentemente tensionado entre dos pulsiones opuestas: el castigo como respuesta inmediata al conflicto social y la promesa, siempre postergada, de un modelo más humano, restaurativo y respetuoso de las garantías. Este año no fue la excepción.

Durante meses vimos cómo, frente a casi cualquier problema social —violencia, inseguridad, protesta, conflicto familiar, marginalidad— la respuesta volvió a ser la misma: más delitos, penas más altas, discursos de endurecimiento punitivo y una confianza casi automática en que el castigo puede resolver lo que el Estado no supo prevenir. El derecho penal fue nuevamente convocado como remedio urgente, como respuesta simbólica, como mensaje político. Pero cabe preguntarse, con honestidad jurídica y sin eufemismos: ¿avanzamos realmente hacia un derecho penal distinto o seguimos repitiendo fórmulas que ya demostraron sus límites?

El uso del derecho penal como primera —y a veces única— herramienta frente al conflicto no es nuevo. Sin embargo, este año reafirmó una tendencia preocupante: la expansión constante del ius puniendi, acompañada de una retórica que promete seguridad, orden y justicia, pero que rara vez se detiene a evaluar sus consecuencias reales. Se legisla rápido, se endurece con facilidad, se apela al miedo colectivo. El proceso penal, mientras tanto, sigue cargando con demoras estructurales, desigualdades probatorias y una distancia cada vez mayor entre el discurso normativo y la experiencia concreta de quienes lo habitan.

Uno de los grandes dilemas del derecho penal contemporáneo es su función simbólica. Se castiga para enviar mensajes, para tranquilizar a la opinión pública, para mostrar reacción estatal. Pero el castigo simbólico, cuando no está acompañado de políticas públicas integrales, termina siendo una respuesta incompleta, y a veces injusta. El sistema penal no fue diseñado para reparar el tejido social roto, ni para suplir la ausencia de educación, salud, vivienda o acompañamiento psicosocial. Aun así, se le exige que lo haga.

Este año volvió a confirmarse algo que la teoría penal lleva décadas advirtiendo: el derecho penal no puede cargar con expectativas que no está en capacidad de cumplir. Cada nuevo tipo penal, cada aumento de pena, cada restricción de beneficios se presenta como solución definitiva, pero rara vez se evalúa su impacto real. ¿Disminuyó la violencia? ¿Se redujo la reincidencia? ¿Mejoró la situación de las víctimas? Las respuestas, cuando existen, suelen ser incómodas.

Frente a este panorama, la promesa de un derecho penal más humano aparece de manera intermitente, casi tímida. Se habla de justicia restaurativa, de enfoques diferenciales, de centralidad de las víctimas, de reintegración social. Pero en la práctica, estos discursos conviven con un modelo profundamente punitivo, selectivo y desigual. La cárcel sigue siendo la respuesta preferida, incluso cuando se reconoce su fracaso como espacio de resocialización.

Este año también dejó en evidencia una contradicción persistente: se exige un derecho penal cada vez más severo, pero se tolera un sistema judicial incapaz de garantizar decisiones oportunas y fundamentadas. Se pide castigo ejemplar, pero se normaliza la mora judicial. Se reclama justicia, pero se aceptan procesos que duran años y desgastan a todas las partes involucradas. En ese contexto, la pena pierde sentido, y la justicia se convierte en una promesa aplazada.

Hablar de un modelo garantista no significa indulgencia ni negación del daño. Significa, ante todo, reconocer límites. El garantismo no es una concesión al delito; es una exigencia al poder punitivo. Este año, sin embargo, la palabra “garantías” fue muchas veces utilizada como reproche, como obstáculo, como sinónimo de impunidad. Se olvidó que las garantías procesales no existen para proteger al culpable, sino para evitar que el castigo se convierta en abuso.

En paralelo, la situación de las víctimas siguió ocupando un lugar ambivalente. Por un lado, se les invoca constantemente en el discurso político-criminal; por otro, su experiencia real dentro del proceso penal sigue marcada por la revictimización, la desinformación y la espera. El derecho penal promete reparación, pero entrega procedimientos complejos y resultados inciertos. Promete escucha, pero prioriza rituales procesales que pocas veces dialogan con el dolor vivido.

La justicia restaurativa, tantas veces anunciada como alternativa, sigue siendo marginal. No por falta de sustento teórico, sino por resistencia cultural e institucional. Este año mostró que seguimos entendiendo la justicia casi exclusivamente como castigo, y no como construcción de responsabilidad, reconocimiento del daño y posibilidad de transformación. La pregunta no es si la justicia restaurativa debe reemplazar al sistema penal, sino por qué seguimos negándonos a incorporarla de manera seria y estructural.

Otro aspecto que dejó este año es la persistencia de un derecho penal profundamente selectivo. No todos los conflictos llegan al sistema, ni todos los sujetos son castigados con la misma intensidad. La criminalización sigue teniendo rostro, territorio y clase social. Mientras algunos delitos reciben atención mediática y respuestas inmediatas, otros permanecen invisibles. El castigo, lejos de ser neutral, sigue reproduciendo desigualdades.

Al cerrar el año, resulta inevitable preguntarse si el derecho penal que estamos construyendo responde realmente a los principios que decimos defender. ¿Protege la dignidad humana o la sacrifica en nombre de la seguridad? ¿Busca transformar las causas del conflicto o solo administrar sus consecuencias? ¿Garantiza derechos o los relativiza cuando resultan incómodos?

Tal vez una de las lecciones más importantes que deja este año es la necesidad de recuperar la prudencia penal. No todo conflicto requiere una respuesta punitiva, y no toda injusticia se resuelve con una condena. El derecho penal debe volver a ser última ratio, no reflejo automático del miedo social. Debe intervenir cuando es necesario, no cuando resulta políticamente rentable.

Cerrar el año implica también reconocer límites. El derecho penal no puede prometer lo que no puede cumplir. No puede sanar por sí solo, no puede reparar todos los daños, no puede sustituir políticas sociales ausentes. Pero sí puede —y debe— ser coherente, humano y respetuoso de las garantías. Puede renunciar a la tentación del castigo fácil y apostar por respuestas más complejas, más honestas y más justas.

Entre el castigo y la promesa de cambio, el derecho penal sigue caminando sobre una cuerda floja. Este año no resolvió esa tensión, pero la hizo más evidente. Quizá el desafío para el que viene no sea endurecer más, sino pensar mejor. No castigar más, sino castigar con sentido. No prometer lo imposible, sino construir, paso a paso, un sistema que entienda que la justicia no se mide solo en penas impuestas, sino en dignidades preservadas.

Cerrar el año con esta reflexión no es un gesto de pesimismo, sino de responsabilidad jurídica. Porque si el derecho penal no se piensa críticamente, termina convirtiéndose en aquello que dice combatir: una forma más de violencia institucionalizada. Y ese, definitivamente, no debería ser el legado de ningún año que aspire a llamarse justo.