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El ruido que el Derecho aprendió a tolerar: pirotecnia, tradición y responsabilidad

Hay violencias que no dejan moretones visibles, ni expedientes inmediatos, ni titulares escandalosos. Violencias que se normalizan porque hacen ruido, porque duran poco, porque “siempre han estado ahí”. La pirotecnia es una de ellas. No porque toda manifestación festiva sea ilícita, sino porque el daño que produce ha sido socialmente aceptado como un costo menor, inevitable, casi folklórico. Y cuando el daño se normaliza, el Derecho suele llegar tarde —o no llegar—.

Cada año, sin falta, los informes se repiten: personas lesionadas, niños quemados, animales extraviados o muertos, crisis de ansiedad en personas con condiciones del neurodesarrollo, adultos mayores descompensados, incendios evitables. El patrón es previsible. El riesgo es conocido. El daño es reiterado. Sin embargo, la respuesta jurídica sigue moviéndose entre la tolerancia, la omisión y la reacción ex post. Como si el estruendo suspendiera, por unas horas, las reglas básicas de responsabilidad.

Desde una perspectiva jurídica, el primer problema no es la pólvora, sino la idea de que la tradición opera como una suerte de eximente social. No lo es. No puede serlo. El Derecho no desconoce la cultura, pero tampoco puede renunciar frente a ella cuando entra en tensión con derechos fundamentales. La costumbre no neutraliza el deber de cuidado, ni convierte el daño previsible en un daño aceptable.

La pirotecnia afecta derechos concretos: el derecho a la salud, el derecho a la tranquilidad, el derecho a la integridad personal. En ciertos contextos, también el derecho a la vida digna. No se trata de una discusión abstracta ni de una sensibilidad exagerada. Para personas con trastornos del espectro autista, por ejemplo, el ruido intenso y repentino no es una molestia: es una agresión sensorial. Para animales domésticos y silvestres, el estruendo no es una fiesta: es una amenaza que desorienta, hiere y mata. Para familias enteras, no es celebración: es miedo anticipado.

El Derecho colombiano —como muchos otros— tiene herramientas suficientes para abordar este fenómeno, pero las aplica de manera fragmentaria. Existen normas administrativas que regulan o prohíben el uso de pirotecnia, especialmente cuando involucra a menores. Hay responsabilidad civil por los daños causados. Puede haber responsabilidad penal cuando el resultado lesivo lo amerita. Incluso se activa el deber estatal de prevención frente a riesgos previsibles. El problema no es la ausencia normativa, sino la debilidad en su aplicación y, sobre todo, la tolerancia social que termina permeando a las autoridades.

Aquí aparece una figura incómoda pero necesaria: la omisión. Cuando el daño es previsible y evitable, la inacción deja de ser neutra. Las alcaldías que anuncian restricciones simbólicas sin control real; las autoridades que “recomiendan” pero no vigilan; los operativos que llegan después del accidente. Todo eso construye un escenario donde el daño no solo ocurre, sino que se repite. Y cuando se repite, deja de ser un accidente para convertirse en un fracaso institucional.

Desde el punto de vista de la responsabilidad civil, el análisis es claro: quien causa un daño debe repararlo, y quien crea un riesgo tiene deberes reforzados de prevención. La pirotecnia no es un riesgo desconocido ni excepcional. Es un riesgo típico, documentado, reiterado. La pregunta jurídica no debería ser si el daño era previsible, sino por qué, sabiendo que lo era, se permitió.

En el ámbito penal, aunque no todo uso de pirotecnia configura delito, sí hay escenarios donde la conducta trasciende la imprudencia social y entra en el terreno de la relevancia penal: lesiones personales, homicidios culposos, puesta en peligro de bienes jurídicos colectivos. El problema es que el sistema penal suele actuar cuando el daño ya es irreversible. La pólvora estalla primero; el expediente se abre después. Y esa lógica reactiva es, en sí misma, una forma de renuncia preventiva.

Pero quizá el punto más complejo no está en los códigos, sino en el consentimiento social. Hay daños que la sociedad decide soportar, no porque sean inevitables, sino porque afectan a otros. A quienes no hacen ruido. A quienes no celebran. A quienes no pueden defenderse. Cuando el Derecho acepta esa lógica sin cuestionarla, deja de ser un instrumento de protección y se convierte en un administrador del daño.

La discusión sobre la pirotecnia no es, en el fondo, una discusión sobre fiestas. Es una discusión sobre límites. Sobre hasta dónde puede llegar la libertad individual cuando impacta derechos ajenos. Sobre si el goce de unos justifica el sufrimiento de otros. Y sobre si el Estado está dispuesto a intervenir antes del estallido o solo a contar heridos después.

El ruido, jurídicamente, no es neutro. Puede ser una molestia, una perturbación, un riesgo o una forma de violencia tolerada. Que no deje huellas visibles no lo hace menos relevante. El Derecho tiene la tarea incómoda de recordarlo, incluso cuando no es popular hacerlo.

Tal vez el verdadero problema no sea la pólvora, sino la costumbre de mirar hacia otro lado. Porque cuando el daño se normaliza, la responsabilidad se diluye. Y cuando la responsabilidad se diluye, el Derecho pierde su función más básica: proteger a quienes no pueden apagar el ruido por sí mismos.

El desafío no está en prohibir por prohibir, ni en moralizar la fiesta, sino en asumir en serio la prevención, la corresponsabilidad y el límite. El Derecho no debería llegar después de la explosión. Debería evitarla.