Share:

Colombia, país de migrantes

La historia de Colombia es en sí misma una historia de migrantes, personas que por una razón u otra se han visto en la necesidad de dejar su lugar de origen para buscar en otro lado un mejor futuro para sí mismos y sus familias. Lo podemos ver en los datos demográficos que corroboran cómo la población del país migró del campo a las ciudades, de los miles de extranjeros que desde el siglo pasado entraron al país por el muelle de Puerto Colombia, y también en el aumento progresivo y sostenido que en la última década tienen las cifras de colombianos que migran hacia el exterior, especialmente hacia los Estados Unidos.

Esta diáspora, interna y externa, es un problema multicausal y muy complejo, pero que en gran parte ha sido motivada por problemas estructurales y sistémicos de nuestro país: la violencia, el conflicto armado, la desigualdad y el centralismo, que se traduce en una falta de oportunidades enorme en las regiones más apartadas del país.

Es paradójico, aunque somos un país de migrantes, rara vez nos vemos a nosotros mismos así, es más, solemos pensar en la migración desde una perspectiva ajena y clasista, asociada a los sectores más empobrecidos del país, a esos más de 8 millones de víctimas que sufrieron el desplazamiento durante las décadas más crudas del conflicto armado, o a esos casi 6 millones de colombianos que se fueron del país, muchos indocumentados y con el anhelo de hacer una vida mejor en otras tierras.

El reciente “impasse” sucedido entre los gobiernos de Colombia y los Estados Unidos, nos recordó nuevamente nuestra condición de país de migrantes. En medio del rifirrafe de los presidentes Donald Trump y Gustavo Petro, a causa de la política de criminalización al inmigrante y la pretensión de iniciar una serie de deportaciones en masa del primero, y la exigencia de un trato digno para nuestros connacionales del segundo.

Más allá de entrar en la polémica de quién tiene la razón, lo cierto es que Estados Unidos es el principal destino de los colombianos que deciden dejar el país. Para tener un contexto, para 2021 habían cerca de 855.000 colombianos viviendo en los Estados Unidos, lo que representa el 2% de todos los inmigrantes que residen en este país, siendo además el grupo más numeroso procedente de sudamérica. Esta situación ha venido teniendo un crecimiento acelerado en los últimos años, exacerbada entre otras cosas por la crisis del Covid-19 y el surgimiento de nuevos conflictos bélicos que han disparado la violencia en las regiones.

En contraste, solo el año pasado han entrado más de 7 millones de turistas extranjeros, una cifra récord que demuestra que el nuestro sigue siendo un destino apetecido en el mundo y que este es, sin duda, el país de la belleza. Pero la pregunta de fondo es: ¿por qué Colombia, a pesar de su riqueza natural y humana, sigue expulsando a tantos de sus ciudadanos?

Para responder tenemos que escudriñar en nuestras cicatrices históricas y hacer mea culpa por un país que nunca ha logrado una integración territorial plena. Desde mediados del siglo XX, Colombia ha experimentado oleadas de desplazamiento forzado a causa del conflicto armado, un fenómeno que, lejos de menguar, se ha transformado con el paso del tiempo.

Nuestras cifras de desplazamiento interno nos han hecho, tristemente, campeones mundiales en este tema y aunque los acuerdos de paz de 2016 prometieron reducir la violencia, cosa que cumplieron por un periodo sostenido de dos años, la incapacidad del Estado para llenar los vacíos dejados por la guerrilla ha llevado a un recrudecimiento del conflicto en varias regiones, especialmente en el Catatumbo.

Esto se suma a la persistente desigualdad económica y la falta de inversión en infraestructura y desarrollo social fuera de las grandes ciudades, lo que ha empujado a miles de colombianos a buscar un futuro mejor en el extranjero.

Somos también un país de contrastes. Mientras las grandes ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, el llamado triángulo de oro, concentran la mayor parte de la inversión pública y privada, vastas regiones como el Chocó, La Guajira y toda la Costa Caribe, el Catatumbo, la Orinoquía, a Amazonía y el Pacífico colombiano han sido históricamente marginadas. Estas zonas, ricas en recursos naturales y biodiversidad, han sido el epicentro de conflictos armados, como el que actualmente se vive en el Catatumbo que tiene al país sumido en un estado de Conmoción Interior y que según cifras de la Defensoría del Pueblo ha dejado más de 36.000 víctimas de desplazamiento durante el último año.

Así, muchos colombianos huyen no sólo de la violencia, sino también de la falta de oportunidades económicas y sociales. En este sentido, la migración no es una elección, sino una necesidad.

El centralismo exacerbado ha agravado esta situación. Las decisiones políticas y económicas se toman en Bogotá, y las regiones más apartadas rara vez tienen voz en estos procesos. Esto ha generado un sentimiento de abandono y exclusión que alimenta el descontento social. No es casualidad que muchas de las personas que migran provengan de estas regiones marginadas y que paradójicamente migren hacia las grandes ciudades del triángulo de oro, así como quienes se van del país lo hacen hacia Estados Unidos, pues lo perciben como un destino que brinda más oportunidades y desarrollo económico, incluso si terminan engrosando las cifras de pobreza en estos nuevos lugares.

En estos últimos años hemos avanzado en ese camino de darle voz a las regiones, no por nada, por primera vez en mucho tiempo los colombianos escogimos a un presidente que no proviene de ese triángulo de oro y que en su mandato se han logrado cerrar brechas sociales en desigualdad, hambre y pobreza. Reformas como la del Sistema Nacional de Participaciones, que cuenta con un 80% de favorabilidad según mediciones de Cifras y Conceptos, tendrán a futuro un impacto crucial en el desarrollo regional. Así mismo, la pronta entrada en vigencia de la Reforma Pensional tendrá efectos inmediatos en las cifras de reducción de pobreza y pobreza extrema.

Por este cambio votaron los colombianos y creo que es un camino en el que no debemos retroceder. En el horizonte se perfila una nueva elección presidencial que será crucial para mantener este rumbo o para hacer un viraje nuevamente hacia un centralismo generalizado.

Estoy convencido de que el próximo mandatario debe surgir de las regiones más relegadas del país, como la Costa Caribe y Pacífica, o las zonas fronterizas que son epicentro de violencia, así con una visión regional se profundizará en este cambio de paradigma de ampliar el foco del poder, de Bogotá, la llamada Atenas de Sudamérica, y sus compañeras en el triángulo de oro, a los territorios que urgentemente requieren una atención diferencial y prioritaria del Estado.

Tal vez así, por fin, podamos seguir avanzando con paso decidido a resolver los problemas estructurales de pobreza, desigualdad y violencia del país, para de esta manera ofrecer más y mejores oportunidades a los colombianos. Este es el camino para transformar nuestra historia de migraciones, y que en el futuro estas estén motivadas por un anhelo de intercambio cultural y no por una herida de violencia y desplazamiento que obligan a renunciar a nuestro lugar de origen para perseguir un sueño que rara vez se alcanza.