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Manual sucinto para erigir estatuas

Siempre he tenido un problema con las estatuas. No con las esculturas, aclaro, sino con las estatuas. Toda estatua es una escultura, pero no toda escultura es una estatua. Así que me refiero, específicamente, al ejercicio escultórico que pretende tener una intención conmemorativa o representativa clara: homenajear a alguien o algo que, en teoría, ha impactado positivamente a la sociedad.

¿Por qué tengo un problema?. Por varias cosas. La primera, muchas son feas, y algunos dirán: el arte es subjetivo. Pero, lo siento, muchas están lejos de clasificar como arte -inclusive, mal arte- y aunque evidentemente la percepción de cualquier obra está permeada por un alto grado de subjetividad, existen muchos factores objetivos para describir algo, lo que sea, como bello u horrendo. Hay que educar un poco los sentidos para dejar de decirle artistas a Maluma y Karol G, por ejemplo. En español quizás no existe la palabra, pero el término más acertado en estos casos sería entertainer. Y para entretener, vaya que son buenos.

La segunda razón que me hace tener un problema con las estatuas es que son una forma física, tangible e invasiva, de escribir la historia y como bien se ha dicho desde hace mucho tiempo, la historia la escriben los vencedores. En este contexto, la decisión de quién o qué homenajeamos en el espacio público atraviesa por intereses y agendas dictadas, muchas veces, por la soberbia, el ego, la vanidad y el deseo de imponer una narrativa determinada. Por eso entiendo, parcialmente, la ola de revisionismo histórico y el deseo de algunos de tumbar ciertas estatuas, como forma de tumbar narrativas caducas y mentirosas.

Sin embargo, como contador de historias, entiendo y comparto también la importancia de los mitos y las narrativas colectivas en las sociedades. Construyen nuestra identidad; nos inspiran, educan y transforman. Necesitamos saber que hubo personas, antes que nosotros, que abrieron caminos, libraron luchas y defendieron causas. Las estatuas hacen parte del gran andamiaje narrativo que nos cohesiona, pero como toda iniciativa humana, pueden ser producto del mal uso y del abuso.

El 8 de marzo pasado, Día de la Mujer, un colectivo feminista vandalizó y prendió fuego a la estatua de Luis Carlos Galán Sarmiento, ubicada frente al Concejo de Bogotá. Sus razones para el descontento son válidas: María Isabel Corredor Barrera, una empleada doméstica que trabajaba en la casa de los Galán Sarmiento, tuvo un hijo del asesinado líder político en 1965. Ese hijo se llama Luis Alfonso y fue ocultado y negado, sistemáticamente, durante años, demostrando los abusos a los que eran y siguen siendo sometidas las empleadas domésticas en Colombia. Todo parece indicar que muchas cosas se manejaron mal y puedo imaginarme el sufrimiento de la mujer y su hijo. Como también me imagino el dolor de sus otros tres hijos, al ver arder la estatua de un padre arrebatado prematuramente por la demencia de este país violento e irracional.

Las estatuas son homenajes a personas que simbolizan ideas, valores y sentimientos. La estatua de Luis Carlos Galán busca exaltar la valentía frente a la corrupción. Nos quiere recordar a todos que a veces, sin importar el miedo que sintamos, debemos levantar la voz y ponernos del lado correcto de la historia -nada fácil-. Pero Galán era un ser humano y seguro, el episodio de su hijo no debe ser la única mancha en su vida, porque todos estamos cargados de imperfecciones. Algunos historiadores afirman que Gandhi era clasista y racista; Mandela tenía fama de ser un mujeriego compulsivo; Churchill tenía reputación de borracho.

No dudo de la sinceridad de las mujeres que condujeron esta acción simbólica. Me encanta que se derrumbe el patriarcado. Deseo, honestamente, que las mujeres tengan su chance de liderar el mundo y sospecho que durante un tiempo, lo harán mucho mejor que los hombres. Luego, muy probablemente, enfrentarán las mismas tentaciones, pero quiero creer que, por lo menos, sus errores serán menos violentos. Muchos estudios han demostrado que las mujeres tienden a preferir estrategias de resolución de conflictos orientadas al diálogo, la empatía y la cooperación. Y qué falta nos hace todo eso.

Mientras tanto, que alguien haga un manual sucinto para erigir estatuas. Ese manual deberá tener una sola exigencia: que el hombre o la mujer homenajeados, sean perfectos. Como esa regla será imposible de cumplir, nos quitaremos de encima tanta estatua maluca, de tanto personaje dudoso. Así, en el camino, terminemos de perder la memoria y los únicos monumentos que queden en pie, sean los centros comerciales.