La presión mediática como factor de imputación: ¿cuánto pesa la opinión pública en las decisiones penales?
En Colombia nos gusta pensar que la justicia penal funciona en una burbuja: que los fiscales no leen redes sociales y que los abogados no sienten el ruido público alrededor de un caso. Pero todos sabemos que eso no es del todo cierto. La opinión pública se ha convertido en un actor silencioso —y a veces ensordecedor— que acompaña las decisiones acusatorias desde el primer minuto. Y aunque la Constitución dice que la justicia debe ser imparcial, la realidad muestra que, en algunas ocasiones, en los casos mediáticos, ese ideal se pone a prueba una y otra vez.
Hoy cualquier delito puede convertirse en tendencia en cuestión de horas. Un video de celular, una declaración aislada, un rumor, una filtración o una foto mal interpretada. Con eso basta para que la ciudadanía emita una sentencia antes de que el proceso siquiera comience. Y en ese escenario, la pregunta es inevitable: ¿puede un funcionario o incluso un defensor abstraerse realmente del peso de la opinión pública? ¿O estamos construyendo “juicios paralelos” al proceso penal?
La presión mediática no es nueva, pero sí se ha intensificado. Antes dependíamos de la prensa formal, que al menos pasaba por filtros editoriales. Hoy las redes sociales tienen una velocidad y una emocionalidad que arrasan con todo. No hay matices: se exige captura inmediata, condena inmediata, rechazo inmediato. Y quien no se sume a la indignación colectiva queda automáticamente del lado “equivocado”. El problema es que el derecho penal no puede funcionar con la lógica del “trending topic”. Necesita tiempos distintos, pausados, incómodos incluso. Investigar toma tiempo. Verificar toma tiempo. Descartar sospechas toma tiempo. Y en redes, el tiempo es un lujo: todo debe resolverse ya.
Esto genera un efecto peligroso: la expectativa de que el Estado responda a la rapidez de la narrativa pública. Cuando un caso estalla en medios, la presión por imputar, por pedir medida de aseguramiento, por “mostrar resultados”, se dispara. No siempre porque haya evidencia suficiente, sino porque hay miedo de verse permisivo, lento o indiferente ante la indignación social. Es así como empiezan los desbalances: decisiones que parecen más pensadas para satisfacer a la opinión pública que para respetar los estándares constitucionales.
Los “juicios paralelos” son eso: narrativas que se construyen por fuera del proceso formal y que, sin querer, se filtran dentro de él. Narrativas que imponen culpables anticipados, víctimas modelo, sospechosos “típicos” y presiones emocionales difíciles de ignorar. Narrativas que convierten un caso individual en símbolo de algo más grande: la violencia de género, el abuso policial, los feminicidios, los delitos sexuales y por supuesto, la inseguridad urbana. Y cuando un caso se convierte en símbolo, pierde algo esencial: la posibilidad de ser analizado con distancia, serenidad y garantías.
Pero este problema no solo afecta a los procesados. También afecta a las víctimas. Porque cuando un caso deja de ser mediático, muchas veces el interés institucional se diluye. Es como si el Estado reaccionara con intensidad únicamente cuando hay cámaras encendidas. Las víctimas mediáticas avanzan; las silenciosas esperan. Y eso también es un tipo de injusticia: la justicia selectiva, la justicia que actúa según el rating emocional del día.
¿Significa esto que la prensa y la ciudadanía no deben opinar? En absoluto. La opinión pública cumple un papel vital: visibiliza violencias, obliga al Estado a moverse, rompe silencios históricos y denuncia fallas estructurales. Sin presión social, muchos casos jamás se habrían investigado. El problema no es la opinión pública en sí misma. El problema es cuando a esa opinión se le da fuerza probatoria.
La justicia penal no puede convertirse en un espejo de la emoción pública del momento. Tampoco puede encerrarse en un hermetismo irresponsable que ignore lo que pasa afuera. El equilibrio está en reconocer la influencia del entorno, analizarla críticamente.
En tiempos donde cada caso puede volverse viral, tal vez la pregunta más honesta sea esta: ¿cómo logramos que la justicia escuche a la sociedad sin dejarse arrastrar por ella? ¿Cómo blindamos la verdad procesal frente al ruido mediático?
Porque al final, la justicia que actúa para complacer a la opinión pública deja de ser justicia y se convierte en espectáculo. Y un sistema penal convertido en espectáculo deja heridas que no se ven en titulares, pero que marcan vidas enteras.