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La corresponsabilidad del Estado frente al feminicidio: cuando la omisión también mata

Cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos profirió la sentencia del caso Campo Algodonero en 2009, el continente entero tuvo que mirarse al espejo. En Ciudad Juárez, tres jóvenes mujeres fueron desaparecidas, violentadas y asesinadas; pero la herida más profunda no provenía solo del crimen, sino del silencio estatal que lo permitió. México fue condenado no únicamente porque los agresores actuaron, sino porque el Estado —por su desinterés, su lentitud y sus prejuicios— también contribuyó a que esas muertes ocurrieran. Ese fallo trazó una línea de no retorno: cuando un Estado no actúa frente a la violencia de género, deja de ser un espectador para convertirse en parte del problema.

En el fondo, Campo Algodonero no es solo una sentencia mexicana. Es una advertencia para todos los países de América Latina que comparten una estructura institucional aún permeada por el machismo, la impunidad y la indiferencia. Nos recordó que el deber de proteger no se agota en las normas ni en la retórica de los derechos humanos. Es un deber vivo, exigente, que requiere acciones concretas y oportunas para evitar que la desigualdad se transforme en tragedia.

En Colombia, ese deber se expresa en la obligación de debida diligencia reforzada. No se trata de un ideal abstracto, sino de una carga jurídica clara: el Estado debe prevenir, investigar y sancionar toda forma de violencia basada en género con mayor rigor, porque la historia ha demostrado que la neutralidad institucional también discrimina. Las mujeres no parten del mismo punto; la desigualdad las deja más expuestas, y el aparato judicial debe compensar esa vulnerabilidad con una respuesta rápida, sensible y efectiva.

Sin embargo, la práctica demuestra que muchas veces esa respuesta llega tarde, o simplemente no llega. Detrás de casi cada feminicidio en Colombia hay un rastro de advertencias ignoradas: mujeres que denunciaron amenazas, que pidieron protección, que acudieron a las autoridades y encontraron puertas cerradas, procedimientos lentos o miradas incrédulas. El feminicidio, entonces, no aparece de repente: se construye lentamente, entre la indiferencia y la burocracia. Por eso hablar de corresponsabilidad estatal no es un exceso discursivo, sino una constatación dolorosa.

La Corte Constitucional ha sido clara al afirmar que la inacción frente a la violencia de género constituye una forma de violencia institucional, el alto tribunal advirtió que el Estado incurre en violencia institucional cuando no protege eficazmente a las mujeres que han denunciado agresiones.

Esa idea debería estremecernos: la omisión también mata. Cada vez que un funcionario minimiza una denuncia, cada vez que una medida de protección se retrasa o se archiva sin seguimiento, el Estado pierde su legitimidad y su compromiso con la vida. En los casos de feminicidio, esa pérdida tiene nombre, rostro y familia.

El marco normativo colombiano ha avanzado. La Ley 1761 de 2015 —conocida como Ley Rosa Elvira Cely— tipificó el feminicidio como un delito autónomo y envió un mensaje contundente: el asesinato de una mujer por razones de género es una ofensa contra toda la sociedad. Sin embargo, el problema no está en la falta de leyes, sino en su insuficiente materialización. La realidad muestra que los mecanismos de prevención son débiles, las rutas de atención carecen de articulación y la cultura institucional aún desconfía de la palabra de las mujeres.

El reto no es únicamente penal. La corresponsabilidad del Estado se proyecta en tres planos que se alimentan entre sí: la prevención, la respuesta judicial y la reparación. En la prevención, fallamos cuando la educación carece de enfoque de género, cuando la misoginia se normaliza desde la infancia o cuando la violencia doméstica se considera un asunto privado. En la respuesta judicial, fallamos cuando el proceso penal ignora los contextos de dominación, cuando la investigación se limita a los hechos y no a las causas, cuando la prueba se valora desde estereotipos que deslegitiman la voz de la víctima. Y en la reparación, fallamos cuando la justicia llega tarde, cuando las familias de las víctimas quedan abandonadas a su dolor o cuando los actos simbólicos sustituyen los cambios estructurales.

El feminicidio es, en esencia, el fracaso de la protección estatal. Cada caso debería llevar a revisar qué parte del sistema no funcionó: ¿faltó prevención?, ¿faltó escucha?, ¿faltó coordinación entre instituciones? La respuesta honesta, aunque incómoda, suele ser “todo lo anterior”. Por eso hablar de corresponsabilidad no es repartir culpas de manera difusa, sino reconocer que el feminicidio no ocurre en el vacío: se produce en un entorno institucional que muchas veces facilita su repetición. El Derecho penal, por sí solo, no puede resolver esta deuda.

El feminicidio no es solo la muerte de una mujer; es la expresión más cruel de un sistema que todavía duda cuando debe actuar. Frente a ello, la justicia no puede permanecer impasible. Requiere empatía, compromiso y una lectura de género que supere la formalidad procesal. Cada funcionario que ignora una alerta, cada decisión que minimiza el riesgo, prolonga el eco del silencio que Campo Algodonero nos enseñó a reconocer.

Decía una madre mexicana, al recordar a su hija asesinada: “Cuando el Estado no hace nada, también mata.” Esa frase resume la esencia de la corresponsabilidad estatal. No basta con condenar al agresor; el verdadero juicio pendiente es el que la sociedad debe hacerle a las instituciones que fallaron en prevenir el daño.

Reconocer esa corresponsabilidad no es debilitar al Estado, sino fortalecerlo. Significa exigirle coherencia con su promesa constitucional de proteger la vida. Significa recordar que la justicia que llega tarde ya no es justicia. Y significa, sobre todo, asumir que cada feminicidio representa una derrota colectiva que nos obliga a repensar nuestras prácticas, nuestros prejuicios y nuestro deber ético de actuar. Porque en un país donde tantas mujeres han muerto esperando protección, el silencio institucional se vuelve cómplice.

Y entonces, la lección de Campo Algodonero vuelve a resonar: los Estados no solo son responsables por lo que hacen, sino también por lo que permiten que suceda.