Honor, palabra y responsabilidad: entre la injuria y la calumnia
En tiempos donde la palabra se propaga a la velocidad de un clic, y donde cualquier comentario puede multiplicarse en segundos, el Derecho penal enfrenta un desafío silencioso pero decisivo: ¿cómo proteger la dignidad sin sacrificar la libertad de expresión? Entre ese delicado equilibrio se sitúan los delitos de injuria y calumnia, previstos en los artículos 220 y 221 del Código Penal colombiano, que encarnan la defensa del honor frente al abuso del lenguaje, la mentira o la difamación.
El artículo 220 establece que incurre en injuria “quien haga a otra persona imputaciones deshonrosas”. No se requiere que la acusación sea falsa, ni que refiera a un delito: basta con que degrade, humille o menoscabe la reputación de alguien. La esencia de la injuria es la ofensa al honor, ese valor invisible que sostiene la autoestima y la valoración social de la persona. La calumnia, en cambio, regulada en el artículo 221, exige algo más grave: “imputar falsamente a otro una conducta típica”, es decir, acusarlo de haber cometido un delito que en realidad no ha perpetrado. En ella no basta la deshonra; se castiga la falsedad dolosa que mancha la credibilidad jurídica y moral de un individuo.
Ambos delitos se ubican en el Título V del Código Penal, bajo el rótulo “De los delitos contra la integridad moral”, una categoría que a menudo pasa inadvertida entre los crímenes más mediáticos, pero que constituye el núcleo del respeto social. A través de ellos, el legislador quiso preservar un bien jurídico intangible pero esencial: el honor, entendido como la apreciación que cada persona tiene de sí misma y la que los demás tienen de ella. En esa medida, la injuria y la calumnia no castigan la crítica legítima, ni la libertad de opinión, sino el uso abusivo y malicioso de la palabra para degradar o destruir.
No es casual que estos delitos se configuren mediante querella de parte. El Estado no persigue de oficio la ofensa al honor, sino que espera que la persona agraviada lo solicite, pues se trata de un derecho eminentemente personalísimo. La querella funciona, en este sentido, como un filtro ético: no todo comentario ofensivo amerita sanción penal, y solo cuando la afrenta desborda los límites de la tolerancia social y causa un daño real a la honra, el Derecho penal entra a intervenir. Así lo ha reiterado la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, que insiste en que la intervención punitiva debe reservarse como ultima ratio, cuando los mecanismos civiles o disciplinarios no bastan para reparar la ofensa.
La diferencia entre injuria y calumnia puede parecer sutil, pero en el fondo refleja dos dimensiones del lenguaje. La injuria castiga la palabra que hiere; la calumnia, la palabra que miente. En la primera, el daño proviene del desprecio; en la segunda, de la falsedad. Decir que alguien es “un ladrón” puede ser una injuria si se hace con ánimo de insultar, pero será calumnia si se afirma sabiendo que esa persona nunca cometió hurto alguno. La calumnia exige que el autor debe saber o al menos aceptar que su acusación es falsa. La injuria, en cambio, puede nacer de la ira, el resentimiento o la temeridad. Ambas, sin embargo, se nutren del mismo veneno: el desprecio por la dignidad ajena.
En el escenario contemporáneo, las redes sociales han exacerbado el riesgo de la injuria y la calumnia. En ellas, el límite entre la opinión y la ofensa se diluye, y la inmediatez del mensaje deja poco espacio para la reflexión. Un comentario impulsivo o una publicación pueden alcanzar a miles de personas y causar daños irreparables. La jurisprudencia ha debido adaptarse a esta nueva realidad, reconociendo que la difamación digital tiene la misma entidad lesiva que la tradicional, e incluso mayor, por su permanencia en el tiempo. El artículo 223 del Código Penal agrava la pena cuando la injuria o la calumnia se propagan por medios de comunicación o redes abiertas al público, justamente por la amplitud del daño que pueden generar.
En este contexto, el debate no es solo jurídico, sino ético. La honra no es un privilegio de las élites, sino un patrimonio común. Cuidar la palabra es cuidar la convivencia. Cuando el discurso público se degrada, la confianza social se resquebraja y la justicia se vuelve ruido. En sociedades hiperconectadas, el Derecho penal no puede ni debe convertirse en instrumento de censura, pero tampoco puede permanecer indiferente ante la destrucción sistemática de la reputación ajena. Por eso la ley contempla también la posibilidad de retractación voluntaria: el artículo 225 del Código Penal dispone que quien se retracte públicamente antes de la sentencia no será penalmente responsable. Esta disposición, más que una excusa, es una invitación a la responsabilidad: reconocer el error puede reparar el daño antes de que el proceso lo agrave.
Desde el punto de vista probatorio, los delitos de injuria y calumnia plantean desafíos complejos. La prueba de la falsedad en la calumnia, o del carácter deshonroso en la injuria, requiere análisis detallado del contexto, el contenido y la intención. Las palabras no se interpretan en el vacío; lo que para uno puede ser una opinión, para otro puede ser un agravio. La Corte Suprema ha insistido en que debe demostrarse la potencialidad real de la ofensa, es decir, su capacidad objetiva de lesionar el honor de la víctima ante los demás. De lo contrario, el proceso penal se trivializa y se corre el riesgo de criminalizar el disenso.
Pero más allá de los tecnicismos jurídicos, estos delitos nos interpelan como sociedad. Nos obligan a preguntarnos qué lugar ocupa hoy el honor en tiempos de exhibición permanente. Quizá el honor ya no se mida en silencios, sino en la manera en que usamos nuestra voz. En una era donde el juicio público precede al judicial, y donde la reputación se construye en pantallas, la injuria y la calumnia nos recuerdan que la palabra tiene consecuencias. No todo lo que se piensa debe decirse, y no todo lo que se dice debe difundirse. La libertad de expresión, como toda libertad, se agota cuando empieza a vulnerar la dignidad del otro.
El Derecho penal, en su versión más justa, no busca callar, sino responsabilizar. Quien usa su voz para dañar deliberadamente a otro, destruye no solo una reputación, sino la confianza colectiva en la palabra. Ambos delitos, aunque antiguos, conservan una vigencia insoslayable. En tiempos en que la exposición pública es parte del día a día, y donde los juicios se libran tanto en los estrados como en las redes, el honor se ha vuelto un bien más frágil que nunca. Su defensa no depende solo de la ley, sino del compromiso de todos por restaurar el valor de la palabra, la decencia del diálogo y el respeto por el otro.
Proteger la honra no es volver al pasado ni censurar el presente. Es reconocer que en el ruido de las opiniones, en la furia de los titulares y en la rapidez de los juicios digitales, sigue siendo necesario un espacio de respeto. Quizá esa sea la tarea pendiente del Derecho penal contemporáneo: recordarnos que la justicia no solo se mide en penas, sino en la capacidad de preservar aquello que hace humana a la convivencia. Y en ese propósito, la injuria y la calumnia no son delitos menores, sino advertencias mayores de lo que ocurre cuando olvidamos que, a veces, el daño más profundo no se causa con las manos, sino con las palabras.