¿Homicidios en contexto de seguridad privada: exceso en legítima defensa o fallas estructurales del Estado?
En los últimos años, los titulares sobre homicidios cometidos por vigilantes privados o escoltas han dejado de ser una excepción y se han convertido en un síntoma de algo más profundo: la fragilidad del modelo de seguridad en Colombia. Cada vez resulta más recurrente que los debates públicos se dividan entre quienes justifican el uso de la fuerza en nombre de la legítima defensa y quienes sostienen que estos hechos evidencian una crisis estructural que el Estado ha preferido ignorar. Ambos puntos de vista, sin embargo, quedan incompletos si no se analizan con la lupa del Derecho Penal y, particularmente, desde las categorías dogmáticas que gobiernan la imputación del uso de la fuerza letal.
El Código Penal colombiano reconoce la legítima defensa como una causa de justificación cuando se actúa para repeler una agresión actual e injusta, bajo criterios de necesidad, racionalidad y proporcionalidad. Esta tríada, en apariencia sencilla, adquiere matices complejos en la práctica de la seguridad privada.
Un vigilante no se enfrenta a un agresor como un ciudadano común. A él se le exige responder ante amenazas que, en muchas ocasiones, involucran bienes ajenos (patrimoniales o personales). Se le entrega un arma, se le asigna un turno nocturno, se le pone a cargo de un conjunto residencial, un local comercial o una empresa. Y, a pesar de estar sometido a un régimen especial de formación y vigilancia, la realidad es que la capacitación efectiva es insuficiente para la sofisticación de los riesgos que enfrentan.
Así, cuando ocurre un enfrentamiento armado o una persecución a presuntos delincuentes, la delgada línea entre repeler la agresión y ejecutar un acto desproporcionado se vuelve borrosa. La racionalidad del medio empleado —por ejemplo, disparar contra alguien que huye— no puede evaluarse únicamente desde la subjetividad del vigilante, sino desde estándares objetivos que permitan controlar los excesos sin desconocer las presiones de su labor.
Buena parte de los homicidios que involucran a miembros de la seguridad privada ocurren porque estos trabajadores terminan ejerciendo funciones que, aunque no les corresponden formalmente, la sociedad les ha asignado de facto: la defensa de bienes públicos o privados, el control de ingreso, la disuasión del delito y, en algunas ocasiones, la contención física de agresores.
Aquí surge una responsabilidad difusa pero real: cuando el Estado no logra satisfacer las demandas básicas de seguridad, la comunidad delega informalmente en los vigilantes la tarea de garantizar el orden. Este desplazamiento no está regulado por la ley, no está acompañado de protocolos, no va acompañado de capacitación adecuada y, lo más preocupante, no cuenta con supervisión estatal rigurosa.
El resultado es que el vigilante se convierte en un “agente de seguridad híbrido”: no es policía ni ciudadano común; no es autoridad pero sí es responsable de reaccionar; no puede emplear fuerza desproporcionada pero muchas veces se expone a agresiones donde su vida está en riesgo. En ese vacío institucional, la legítima defensa se invoca con frecuencia, pero la discusión jurídica no debería detenerse ahí. El debate más profundo consiste en determinar si el ordenamiento ha creado, por omisión, las condiciones para que la violencia letal se vuelva casi inevitable en ciertos contextos.
Sin embargo, ¿qué tan realista es exigir un conocimiento técnico riguroso cuando el Estado no garantiza una capacitación adecuada? La dogmática penal tiende a analizar al vigilante como un ciudadano medio, pero en la práctica se le coloca en situaciones extremas donde el margen de error es mínimo. Si su entrenamiento es precario, la frontera entre el exceso y la reacción legítima se vuelve más un asunto de suerte que de formación.
La Corte Suprema ha recordado que el uso de la fuerza letal debe ser excepcional y proporcional. No obstante, también ha reconocido que la valoración debe tener en cuenta el contexto situacional y la presión del momento. Ese equilibrio, delicado y complejo, revela la necesidad urgente de fortalecer los procesos de selección, capacitación y supervisión de quienes, aunque particulares, llevan armas y enfrentan riesgos similares a los de un agente estatal.
Atribuir cada homicidio cometido por vigilantes a un “exceso en la legítima defensa” es una explicación seductora, pero simplista. La dogmática penal no puede ser indiferente al hecho de que estos eventos se producen en entornos donde el Estado ha sido incapaz de garantizar seguridad básica. En muchas zonas urbanas, los vigilantes son los únicos agentes visibles de contención del delito. No tienen autoridad, pero tienen el deber de actuar. No tienen investidura pública, pero cargan con expectativas sociales que rozan con funciones estatales.
Esta ambigüedad funcional produce, según varios expertos, un fenómeno de “privatización del riesgo penal”: particulares que asumen labores peligrosas sin la garantía del respaldo institucional. Cuando un vigilante responde ante una agresión, lo hace sin la protección jurídica que tendría un agente estatal, pero expuesto al mismo nivel de violencia.
El Derecho Penal no opera en el vacío. La legítima defensa, el exceso, la imputación subjetiva o la culpa solo pueden examinarse a la luz del entorno donde ocurren los hechos. Los homicidios cometidos por vigilantes no pueden analizarse únicamente desde la perspectiva individual, olvidando la precariedad estructural de un sistema que ha trasladado el peso de la seguridad a particulares escasamente preparados y expuestos a riesgos desproporcionados.
La discusión, en últimas, no es solo jurídica: es política y social. Mientras el Estado no asuma plenamente su deber de garantizar seguridad efectiva, la línea entre la defensa legítima y el exceso seguirá siendo tan inestable como peligrosa. Y quienes la transitan —los vigilantes privados— continuarán cargando con el costo penal de una responsabilidad que, en rigor, nunca les correspondió asumir solos.