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Entre el dolor y la justicia: reflexiones sobre el delito de maltrato animal en Colombia

El artículo 339A del Código Penal colombiano, introducido por la Ley 1774 de 2016, marcó un punto de inflexión en la manera en que el derecho se aproxima a los animales. Lo que antes era visto como una simple lesión a la propiedad, pasó a considerarse una agresión a un ser sintiente, portador de valor propio y digno de protección. Con esta norma, el Estado reconoció que los animales no son cosas ni instrumentos al servicio humano, sino seres que sienten y padecen, y cuya vida merece tutela penal.

Este delito sanciona a quien cause la muerte o lesione gravemente la integridad o salud de un animal doméstico, amansado, silvestre en cautiverio o exótico en confinamiento. Las penas van desde los doce a treinta y seis meses de prisión, multa e inhabilidad para la tenencia o comercio de animales. Más allá de sus cifras, la norma encierra un sentido ético profundo: el reconocimiento de que la crueldad hacia los animales hiere la sensibilidad social y deteriora la convivencia. Por eso, su finalidad va mucho más allá del castigo individual. Es un mensaje moral y cultural: la violencia no es tolerable, venga de donde venga, ni contra quien sea dirigida.

A casi una década de su promulgación, el delito de maltrato animal ha enfrentado una tensión permanente entre su fuerza simbólica y su efectividad práctica. Si bien ha permitido visibilizar el sufrimiento animal y abrir un debate público sobre la empatía y la responsabilidad, su aplicación enfrenta vacíos estructurales. En muchas regiones, las investigaciones no prosperan por falta de peritos veterinarios, de capacitación en las fiscalías y de comprensión real del alcance del tipo penal. El dolor, el miedo o el abandono son hechos evidentes desde la ética, pero difíciles de acreditar en términos probatorios. Así, la carencia de medios técnicos termina debilitando la persecución penal y desdibujando la promesa de protección.

A ello se suma una visión todavía arraigada en algunos operadores jurídicos, que conciben el derecho penal como un espacio reservado exclusivamente a los conflictos entre seres humanos. En palabras de la Corte, los animales son sujetos de especial protección constitucional, y su defensa se inserta dentro de los fines ambientales y éticos del Estado social de derecho.

Desde el punto de vista dogmático, el artículo 339A configura un delito de resultado material que se consuma con la muerte o lesión grave del animal. Su dolo exige la intención de causar daño, sufrimiento o menoscabo a un ser que, por mandato legal, es considerado sintiente. La norma agrava la pena cuando el hecho se comete con sevicia o en presencia de menores de edad. Estas circunstancias buscan visibilizar el impacto social de la crueldad y la dimensión pedagógica de la conducta: el maltrato no solo destruye al animal, sino que educa en la indiferencia.

El debate más interesante, sin embargo, no es solo jurídico, sino ético. El derecho penal cumple aquí una doble función: sancionar y educar. Su intervención no se justifica únicamente para castigar al agresor, sino para afirmar un principio de convivencia que rechaza la violencia y promueve la empatía. No obstante, su eficacia depende de algo más que de la ley. Requiere una transformación institucional y cultural que reconozca la protección animal como una política de Estado. Sin programas de prevención, educación y bienestar, el castigo se vuelve apenas una reacción tardía frente a un problema estructural.

El maltrato animal, además, no es un fenómeno aislado. Numerosos estudios han demostrado la conexión entre la crueldad hacia los animales y la violencia interpersonal. Quien se habitúa a ejercer dominio y sufrimiento sobre un ser indefenso desarrolla una disposición a reproducir esa violencia en otros contextos. Por eso, la prevención del maltrato es también una forma de prevención del delito en sentido amplio. La agresión contra los animales refleja una lógica de poder, control y desensibilización que atraviesa otros tipos de violencia, incluidas las de género e intrafamiliares.

El delito de maltrato animal cumple, entonces, una función simbólica necesaria: recordarnos que la sensibilidad jurídica no puede ser selectiva. En la medida en que el derecho penal se construye sobre la idea de proteger bienes jurídicos esenciales, ampliar esa protección hacia los animales supone reconocer que la vida, en cualquiera de sus formas, tiene valor propio. Esa ampliación no es un exceso punitivo, sino una evolución ética del concepto de justicia.

La ética del cuidado debe convertirse en política pública. Proteger a los animales no es un gesto de sensibilidad individual, sino una obligación constitucional y social. Los municipios deberían contar con programas de rescate, atención veterinaria gratuita y campañas educativas permanentes. Sin esas medidas, el derecho penal seguirá siendo un instrumento de última ratio que llega demasiado tarde.

No obstante, su existencia sigue siendo fundamental. La norma penal tiene un valor expresivo irremplazable: dice quiénes somos y qué no estamos dispuestos a tolerar. Y en una sociedad que todavía naturaliza la crueldad, el simple hecho de que el maltrato animal sea un delito envía un mensaje claro: la compasión también es un deber jurídico.

El artículo 339A, por tanto, no es una disposición menor ni anecdótica. Es una declaración de principios que desafía la indiferencia. Nos recuerda que la justicia no puede limitarse al ámbito humano, y que la dignidad no se agota en la especie. Castigar el maltrato no es exagerar la función del derecho penal, sino reivindicar su propósito esencial: proteger la vida frente a la violencia.

El derecho penal contemporáneo debe ser capaz de mirar más allá de la frontera humana y entender que la defensa de los animales es también una defensa de nuestra humanidad. Porque cuando un animal es golpeado, abandonado o asesinado sin razón, algo se quiebra en el pacto ético que nos une como sociedad. La violencia contra ellos no es solo un delito: es un espejo que refleja nuestra capacidad —o incapacidad— de convivir con respeto y compasión.