Héctor Abad, autor de "El olvido que seremos"
Héctor Abad, autor de "El olvido que seremos"
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El Retruecano

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Duelo y memoria traumática en dos novelas colombianas

Un análisis de 'El olvido que seremos', de Héctor Abad, y 'Lo que no tiene nombre', de Piedad Bonett.

“La escritura abre y cauteriza al

mismo tiempo las heridas”

Juan José Millás

Por Adalberto Bolaño Sandoval

Cuando terminas de leer “El olvido que seremos”, de Héctor Abad Faciolince o “Lo que no tiene nombre”, de Piedad Bonnett, te encuentras en varias encrucijadas: la primera: ¿son novelas? La segunda: ¿hasta dónde coinciden en cuanto alduelo que generan o forjó en sus autores, entendiendo este último término como esos procesos psicológicos, puestos en marcha, ya sean conscientes o inconscientes, producidos ante la pérdida de una persona amada, sin importar cualquiera que sea su resultado, según reza en cualquier texto estandarizado sobre el tema? Mucho más, a raíz de la reciente reedición de “Lo que no tiene nombre”, con dibujos del propio hijo de Bonnett, David, que muestran su dimensión artística.

Por lo primero, sobre el concepto de novela, el más wikipidesco indica que es una obra literaria real o fingida a través de personajes, mediante diálogos, descripciones y cualquier técnica, que se desarrolla en tiempos y espacios o ambientes determinados. ¿Pero qué pasa con una novela testimonial? Cuando se trata de saber si estas dos obras son novelas, miremos y adoptemos esta propuesta conceptual sobre “Lo que no tiene nombre”, de Teresa Sierra Jaime, en su tesis de grado “Poética, denuncia y duelo. En ‘Lo que no tiene nombre’ de Piedad Bonnet”: “En una obra literaria que oscila entre el testimonio, la autoficción narrativa, la poesía y el ensayo, Bonnett pone en escena una experiencia universal, la muerte por mano propia, el suicidio”.  

Según ello, se entiende que es un texto con múltiples concepciones. Y continúa: “el texto toma carácter ensayístico al introducir discusiones y reflexiones médicas, históricas y sociológicas en torno al suicidio y a la enfermedad mental”. Pero, además, acuden “la poesía y la narrativa mediante un diálogo intertextual con la literatura psiquiátrica, sociológica, médica y ética”. Pero el texto ahonda también, desde lo sociológico, en relación con el estigma y la exclusión del esquizofrénico y cualquiera que tenga enfermedades de cuidado o extremos, especialmente aquellas que conlleven juicios, rechazos o “secretos”.

Ampliemos, de manera simple: con un cuento, un poema o una novela, el autor toma los “hechos”, la “realidad”, de la que son creados (muchos o pocos), y los ficcionaliza. En tanto, en la autoficción las obras se hallan escritas en primera persona por el autor, que concuerda con quien narra, solo que muchos o algunos nombres, espacios o situaciones pueden ser  reformulados con el objetivo de ficcionalizarlos. Por ello, para Luis Villamía, “la distinción entre lo histórico y lo inventado se difumina”. Consiste en un pacto ambiguo, entre lo biográfico y lo ficticio. Mientras, una autobiografía, para el tratadista José Romera, “hay una identidad entre el autor-narrador-personaje”. Quien cuenta es el que escribe, narra y protagoniza (generalmente) el texto. En todo caso, en la autobiografía el autor recorta, dispone, no pone todo, rearma, selecciona. De alguna forma, ficcionaliza. En general, estos dos tipos de obras contienen todas estas propuestas, de allí que todavía no se concrete una noción clara sobre ellos: novela, autobiografía, testimonio, autoficción.

Con relación a la novela “El olvido que seremos”, de Abad Faciolince, el carácter de novela autobiográfica y testimonial es muy parecido, solo que habría que agregar que es más sociológica e histórica, pero que cobra, además, el sentido de una Bildungsroman, una novela “de formación”, en la que su personaje principal  inicia desde la niñez y termina en su “mayoría de edad”. Representa la asunción de una educación o un aprendizaje sensible de su autor, mostrada en su texto.

En todo caso, para estos dos escritores, recordar se constituye en una memoria paradójica, pues se encuentra entre el dolor y la aprensión del recuerdo: la una, tras el de su hijo; el otro, con el homicidio del padre. Son recuerdos intensos que quedan inflamando a sus parientes directos,   configurando así la memoria del duelo, entendida por Elizabeth Jelin como: “Los hechos del pasado y la ligazón del sujeto con ese pasado, especialmente en casos traumáticos, pueden implicar una fijación, un permanente retorno: la compulsión a la repetición, la actuación (acting-out), la imposibilidad de separarse del objeto perdido. La repetición implica un pasaje al acto. No se vive la distancia con el pasado, que reaparece y se mete, como un intruso, en el presente”.

Los dos textos cobran mucho más significado cuando se entrelazan con la Historia (con mayúscula) como novelas testimoniales.

Piedad Bonett, autora de 'Lo que no tiene nombre'

Lo que no tiene nombre

Lo que no tiene nombre es un título aparentemente enigmático, simbólico, pero desde las primeras páginas ya se sabe de qué se trata: del suicidio del hijo de la autora, cuya narración se postula como un duelo doble, pues el primero es el que lleva en vida por un hijo con una enfermedad incurable y, más tarde, la segunda, por el desencadenamiento de su muerte como salida a esa situación siquiátrica que tenía Daniel. Justo, el título del libro proviene de una cita del novelista alemán Peter Handke, cuando indica: “esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje”. Precisamente, esta novela busca darle la palabra a ese suceso dramático. En unas páginas, casi al final, Piedad Bonnett, en un ejercicio metanarrativo, de explicación de su propia obra, señala: “Porque narrar equivale a distanciar, a dar perspectiva y sentido.  Porque narrando mi historia tal vez cuento muchos otras”. He ahí el quid del asunto: la novela testimonial tiene esos dos aspectos: narrar desde sí mismo y crear un lenguaje propio, para dar forma a mi pensamiento y, sobre todo, que los otros me reconozcan como parte de ellos. Para dar nombre, carnalidad, vida: literatura.

Para contar la muerte de su hijo, Piedad Bonnett recurre a muchas técnicas: autobiografía, ensayo, testimonio, entrevistas entreveradas, etc., investigaciones siquiátricas y sicológicas, lecturas literarias, bajo una escritura comprensible. La primera parte se refiere a los primeros días en Estados Unidos, en búsqueda de Daniel, para darle sepelio y cremación. Es la sección en la que se da la reflexión de la pérdida del joven. El segundo es el de la búsqueda del hijo y cómo fue su historia frente a la enfermedad, pero al mismo tiempo el de las confrontaciones lectoras, lecturas médicas y literarias.

Pero también en el que se pone el dedo en la llaga en la relativa comprensión, o mejor, la incomprensión de la mayoría de las personas frente al problema siquiátrico de la esquizofrenia, especialmente de los estudiosos y profesionales, quienes, al diagnosticar equivocadamente la enfermedad o utilizar medicinas inútiles, cortan una relación más consciente, profunda y sanadora con sus pacientes. Sobre ello, Piedad Bonnett carga las tintas: “Su psicóloga no parece notar nada grave, ni siquiera cuando él decide dejar la universidad”. O cuando tiene crisis y lo entrevista un siquiatra reconocido, quien es “un hombre sin sonrisa. Nos habla de modo cortante, sin el menor rasgo de compasión, pero nos habla”.

El tercer capítulo se trata sobre cómo Bonnett busca explicar  a su hijo, dándonos claves de este, de su ser y comportamientos. Es el de los balances. El de revisar y escribir poemas sobre este, de su vida en Nueva York y  de sus preguntas desde allí  sobre de qué va a vivir si se convierte en pintor, de su transcurrir dramático al escoger una carrera equivocada, de sus deslices y caídas, y de una de sus peores crisis, además de la de Brasil. Es un recuento también de sus últimos momentos. Y allí escribe Piedad, casi sin piedad: “Es verdad que a veces me duelo de mí misma, que sucumbo a la autocompasión, pero el Gran Dolor que me agobia es el que nace cuando me pregunto cuánto sufriría Daniel a lo largo de sus últimos meses, pero sobre todo en sus últimas horas”. Es una escritura aparentemente pudorosa, delicada, aunque subterráneamente cuestionante.

La obra de Piedad Bonnett, bastante nutrida, discurre en dos géneros: poesía, de las que destacamos De círculo y ceniza, Nadie en casa, Todos los amantes son guerreros, Las tretas del débil, Las herencias, Explicaciones no pedidas, Los habitados. Y en novela, algunas otras: Donde nadie me espere, Qué hacer con estos pedazos.

Héctor Abad Faciolince y su padre, Héctor Abad Gómez

El olvido que seremos

Cuando Héctor Abad Faciolince publica su novela-testimonio en el 2005, con un título nacido de un apócrifo poema de Borges, Colombia se encontraba en uno de sus peores secuelas de violencia. El asesinato del padre de Abad Faciolince, en Medellín, en 1987, por paramilitares, es el resultado de juntar una laboriosa actividad docente en la Universidad de Antioquia y de destacarse como médico salubrista, promotor de salud, primer profesional de la salud en vacunar, en el mundo, contra la poliomielitis y otros logros más profesionales. Aunque sobre todo, como ser un periodista y columnista de fuste o propugnar por un socialismo menos utópico, por abogar por un sindicalismo de envergadura, que protegiera a los profesores con dignidad.

A diferencia de la obra de Piedad Bonnett, que se entiende como una memoria sucedida en varios países, pero individual, esta se asoma a la Historia de Medellín, Colombia y del mundo, pues nace a partir de la historia de la ciudad y se proyecta universalmente. Constituye también un “retrato del artista adolescente” y sus vicisitudes, una historia del inmenso amor por un padre, una historia de la familia y de cómo el fenómeno de la violencia arrastra a los seres heroicos que transgreden sus lineamientos perversos. Ya desde el comienzo, muestra lo que será esta obra: “En la casa vivían diez mujeres, un niño y un señor”.

Contada de manera amorosa y cercana, la prosa de Abad Faciolince se acerca a la crónica, a la reconstrucción memoriosa y familiar. Narrada a profundidad, deja entre cada párrafo, pinceladas muy pertinaces. Por ejemplo, sobre la personalidad del padre: “En general muy indulgente con nuestras debilidades, si las consideraba irremediables como una enfermedad. Pero no era nada condescendiente cuando pensaba que algo lo podíamos corregir”.

Para ese momento, esa prosa rica e inteligente, excelsa y analítica, el escritor ya había escrito:  Asuntos de un hidalgo disoluto, Tratado de culinaria para mujeres tristes, Fragmentos de amor furtivo, Basura, Angosta, y Salvo mi corazón, todo está bien (2022), lo cual da cuenta de un perfecto dominio del lenguaje, de su incidencia y manejo de las emociones y los trucos narrativos.

En esos balances de su familia, Abad Faciolince retrata a su padre como torpe con las manos, ni ágil ni bueno para los deportes, pero muy intelectual, además de un alto espíritu social y de sacrificio. Desde niño, fue penetrado por su alta conciencia de la justicia y su espíritu altruista. En algún momento, el padre, Héctor Abad Gómez, quizá con mucha premonición, expresa: “Si me mataran por lo que hago, ¿no sería una muerte hermosa?” Su carga política comienza cuando se reintegra a la Universidad de Antioquia y al sindicato, que, en tiempos de la presidencia de Misael Pastrana, fueron destituidos 200 profesores más, y luego restituido en el gobierno de López Michelsen. Para luego ser jubilado a la fuerza. Por miedos políticos.

Pero la escritura fue el resarcimiento de su jubilación, y con ello, su muerte, pues, como indica Abad Faciolince, todavía presentaba luchas por la salubridad, una de las peores epidemias. A pesar de su jubilación, fiel humanista y libertario, perteneció, desde 1982 al Comité para la Defensa de los Derechos Humanos, escribiendo incansablemente para los medios y autoridades estatales, denunciándolos por dar la espalda a los problemas criminales en el país, El ayer violento no cierra todavía sus puertas.

La novela va subiendo en emociones y problemas y remontándose, cabalgando, cada vez más en la Historia, especialmente en los años 80, cuando continúa, de modo más atosigante, poco antes de su muerte, como escribe Abad Faciolince, “la guerra sucia, la violencia, los asesinatos colectivos, se estaban ensañando sistemáticamente contra la universidad pública”, fruto de “los agentes del Estado y su para-estado”. En realidad, desde un comienzo, la novela ha sido penetrada por la Historia, o por la pequeña historia, En uno de sus escritos, Héctor Abad Gómez increpa: “Yo acuso al presidente de la república y sus ministros de Guerra y Justicia” así como a los “‘interrogadores’ del Batallón Bomboná de Medellín”.

Pero, para el mismo autor, la novela no es una hagiografía, y reconoce los errores de Abad padre, al afrontar causas muy poco recomendables, o sin medir sus responsabilidades: “algunas veces fue manipulado por la extrema izquierda colombiana”. Y, luego, producto de esos apoyos y errores, la muerte.  Fue un martes 25 de agosto de 1987. Hacía parte de ese cúmulo de asesinatos con sello siniestro.

Y ¿qué representa este texto para el autor? Abad Faciolince subraya el significado: “Este libro es el intento de dejar un testimonio de ese dolor, un testimonio al mismo tiempo inútil y necesario. Inútil porque el tiempo no se devuelve ni los hechos se modifican, pero necesario al menos para mí, porque mi vida y oficio carecerían de sentido si no escribiera esto que siento que tengo que escribir, y que en casi veinte años de intentos no había sido capaz de escribir hasta ahora”.

Memoria traumática y pasividad trágica

Lo anterior hace reflexionar lo siguiente: estas dos novelas representan el duro testimonio, el “estuve allí”,fui uno de ellos” en términos del antropólogo Clifford Geertz, pero, representan también, unas memorias del duelo. Para el filósofo Paul Ricoeur este término conlleva identificar a la persona con el objeto perdido, guardándolo dentro de sí mismo y que, en este caso, el novelista se niega a enterrarlo y lo desencripta dándole salida en su obra. Así, estas novelas (mucho más “El olvido que seremos”) se hacen cargo de los vacíos, de los silencios, de denunciar los actos terroristas, de constituirse en trabajo ético y político, de memoria narrada, de reasunción crítica, y de alguna manera, narración histórica. Se corporeíza también —acudo a los términos de Julia Kristeva— como revuelta íntima del escritor que, mediante “términos ligados” de la escritura literaria recurre a “la memoria de las palabras” y restaura las “experiencias sensibles” de los otros, en un ‘retorno analítico’ de los tiempos de los asesinos, convirtiendo la literatura en testimonio del dolor. Por ello, el mismo Abad Faciolince confiesa: “Mi mirada es distinta: no me detengo a describir los detalles del acto violento, sino a dar cuenta del dolor producido. Escribo desde el lado del que recibe las balas porque no va a empuñar un arma. Cuento desde la pasividad, de una pasividad trágica, del que no quiere venganza”.

Estas novelas, más “El olvido que seremos”, representan una “memoria traumática”, entendida esta como aquella donde la experiencia del duelo por los asesinados por la violencia no es superada y abruma a la comunidad, constituyéndose en una percepción que replantea la moral, la ética y la política. Así mismo, reivindica que la literatura puede afrontarse como memoria ejemplar, como memoria de los dolores del ser humano y de su liviandad en el mundo político. Esta literatura apelativa se cubre de ira, de catarsis penetrante y ética, de denuncia y testimonio, de forma que, para Abad Faciolince, especialmente, hace una revelación en la que se escenifica una conciencia estética e histórica y una crítica de un presente lleno de padecimientos. Aparentemente, Piedad Bonnett no lo asumiría así, pero su libro representa una “pequeña historia” que se magnifica también como “gran historia”, pues al sucederle a un solo ser humano, por extensión, le acaece a todos.

Quizá, por ello, los escritores se declaran: soy la voz de los otros, de las víctimas y de la memoria del duelo, de sus recuerdos traumatizantes, para proyectarlos hacia el futuro como voz de la historia, como voz de la memoria declarativa: héme también aquí, yo estuve ahí. Así, también, da cuenta del dolor que identifica a los otros como a él: revela una identidad traumática. Representa una reduplicación simbólica de la violencia física, reduplicación trágica, para denunciar, además, la violencia simbólica. La literatura incorpora el espacio de muerte como memoria trágica e identifica lo aciago de esta.

Se forja, entonces, una memoria literaria histórica que propicia una fidelidad del recuerdo, una especie de cuestionamiento que genera una memoria, una estética del dolor, que nos llama a identificarnos, de alguna forma, a explicarnos como seres humanos, que debemos interrogarnos por la violencia y el dolor padecidos por manes del terror, el suicidio o cualquier forma equivocada de morir. Y la literatura, el arte todo en sí, se observa como ese espejo en el camino de la vida, para revelárnoslos a con mayor hondura.

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