El keniano Simon Kangele Wambua se detiene y entorna los ojos, buscando unas aves amarillas que cantan entre la vegetación. Lo hace con una sonrisa satisfecha porque sabe que, en un continente que pierde su cobertura boscosa rápidamente, la cooperativa que preside ha resucitado este bosque.
El de los pájaros no es sólo un sonido bello. También es un grito de esperanza. Las aves son indicadoras del nivel de conservación de los ecosistemas. Su ausencia o presencia es un termómetro que los expertos usan para medir el estado de salud de sus hábitats.
Y en el bosque de Njukiri, en el centro de Kenia, todo parece ir bien.
A la música de las aves se han sumado los zumbidos de los insectos. En el suelo, una oruga con larguísimos pelos blancos se arrastra entre setas diminutas, rosas, de un color tan brillante que parecen irreales, sacadas de un libro de cuentos infantiles.
La biodiversidad ha vuelto a todas las esquinas de este bosque, que hasta hace poco parecía tener una fecha de caducidad, cada vez con menos árboles.
El cambio empezó en 2014, cuando una cooperativa local -con la colaboración del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) de las Naciones Unidas-, actuó para impedir el deterioro de la arboleda.
Una simbiosis entre los campesinos y el bosque
Njukiri, protegido por las autoridades kenianas desde 2009, tenía el mismo problema que muchos otros espacios naturales de África: las comunidades de los alrededores no obtenían beneficios directos del bosque.
Así, las punzadas de hambre en el estómago empujaron a muchos lugareños a incumplir las normas.
Wambua recuerda que los agricultores normalmente talaban los árboles de Njukiri para cocinar con su madera, antes de cultivar esos lugares que antes estaban llenos de plantas autóctonas.
El tamaño promedio de los huertos de los campesinos de esta zona era modesto, de 1.000 metros cuadrados, según el FIDA, lo que a menudo les obligaba a buscar terrenos nuevos.
El bosque de Njukiri estaba despareciendo, dejando en su lugar tierras que se degradaban rápidamente.
Sin embargo, esa tendencia se frenó. La cooperativa que preside Wambua, la Asociación Forestal Comunitaria Njukiri Muungano, intervino a tiempo.
Ahora, alrededor de mil campesinos se dividen una parte de los terrenos fértiles de esta zona protegida para cultivar, y usan un porcentaje de sus beneficios para plantar árboles autóctonos en los alrededores.
“Este es un lugar ideal para cultivar, más fértil que otros terrenos. Cuando las hojas de los árboles autóctonos caen, se convierten en fertilizantes naturales”, dice Wambua a EFE.
El 69 % de los miembros la cooperativa de Njukiri son mujeres como Faith Wandiri Njeru, que antes tenía que alquilar un terreno para poner comida en los platos de su familia.
“Desde que empecé a cultivar en el bosque, muchas cosas han cambiado”, señala a EFE.
Esta mujer de 36 años ahora usa los beneficios de sus cosechas para pagar las tasas escolares de sus hijos. Está contenta. Sonríe. Pero sabe que su situación es distinta a la que viven muchos campesinos en Kenia.
“Estos terrenos son fértiles porque tenemos muchos árboles y hace mucho tiempo que no se cultivan. Pero en otros sitios los terrenos han sido cultivados en exceso. Por eso, no producen buenas cosechas”, reconoce.
El ritmo con el que Kenia está perdiendo sus bosques es alarmante: en dos décadas, desde 2002 hasta 2022, la cobertura boscosa del país se redujo un 11 %, según los datos de la ONG Global Forest Watch.
Es un escenario que se repite en otras esquinas de África, el continente que está deforestándose más rápido, según alertó en 2016 un estudio del Banco Mundial.
La deforestación está haciendo de África un continente aún más vulnerable a las enfermedades zoonóticas y a la crisis climática, que en esta región se ha traducido en la multiplicación de fenómenos meteorológicos extremos, como sequías e inundaciones implacables, el avance de los desiertos y una mayor variabilidad de las lluvias, entre otros efectos.
Pero si África es una víctima de esos problemas, también es un laboratorio de sus posibles soluciones, como han demostrado las comunidades de Njukiri.
Eso es lo que tanto a Wambua como a Njeru les gustaría mostrar al resto del mundo: que, si bien los humanos son capaces de destruir los bosques, también pueden, si cooperan, deshacer esos daños.
EFE