“Salir de Venezuela por trochas es un desafío”
Crónica de un periodista venezolano que narró su experiencia al trasladarse por tierra desde Venezuela hacia Barranquilla en medio de la crisis fronteriza.
“Ustedes son “Arijuna” y no pueden cruzar la frontera. Solo tienen libre tránsito los Wayúu. Recuerden que estamos en estado de excepción y el Ejército los puede detener cuando vayan por las trochas porque estamos en una zona de seguridad”, con esas palabras, uno de los oficiales de la Guardia Nacional Bolivariana de Venezuela, que estaba en el puesto de control en Moina, a 10 minutos de la frontera, cortó momentáneamente la esperanza de salir de nuestro país para llegar a Colombia.
Eran las 2:00 de la tarde del miércoles y ya teníamos casi 10 horas tratando de llegar al vecino país por vía terrestre. Con una maleta cargada de ropa y sin ningún tipo de alimentos, llegamos a las cuatro de la mañana al terminal improvisado en Bomba Caribe, ubicado en la zona norte de Maracaibo, estado Zulia.
Allí estaban los choferes de los carros por puestos y camionetas (famosas “Chirrincheras”) que trasladan a los pasajeros hasta Los Filuos y por trochas a Maicao. Es un desafío a la medida del cierre fronterizo, ordenada el pasado mes de agosto por el presidente Nicolás Maduro. Es un trayecto temeroso, quizás desconocido para muchos y, pese a que el miedo atrapó la tranquilidad en nuestras mentes, el deseo y la meta estaba intacto: llegar a Barranquilla, en Colombia. Sabíamos que corríamos un riesgo inminente, pero esa es una de las pocas formas de salir de Venezuela.
A las 7:10 de la mañana, el conductor “Cheo”, apodo usado para preservar su identidad, encendió la camioneta a bordo de ochos pasajeros (tres venezolanos y tres wayúu, para arrancar desde Bomba Caribe, pasando por los sectores de Santa Cruz de Mara, Nueva Lucha, El Moján , Río Limón, Sinamaica, Paraguachón, Los Filuos, Moina y Guarero.
En ese recorrido al menos hay 20 puestos de “control”, a quienes se les paga en cada uno de ellos –por cada medio de transporte liviano- una cuota de 2.000 a 5.000 bolívares (casi la mitad de un salario mínimo en Venezuela) que son alrededor de 20 mil pesos colombianos, mientras que el precio que le cobran a los transportes pesados es incuantificable.
En el Río Limón se forman largas colas donde los oficiales hacen de las suyas con los pasajeros. El decomiso de alimentos y el cobro a los ilegales es una rutina para seguir el trayecto. Al llegar a los Filuos, la Chirrinchera se detiene a luchar para encontrar más pasajeros. “Tenemos que conseguir más personas porque el dinero no nos alcanza para pagarle a los militares y a los que están con los mecates (cabuyas) en las trochas”, nos decía el hijo de Cheo.
Desde el mediodía hasta las 2:00 de la tarde, el sol inclemente y el calor comenzó a generarnos el cansancio y desespero por llegar a la frontera del lado del arroyo de Paraguachón.
En Los Filuos, hay un mercado con alimentos de productos escasos en los anaqueles de los supermercados venezolanos. Los Pimpineros venden el combustible con la complicidad de las autoridades.
Un poco más adelante en el sector Moina, hay tres puntos muy cercanos que no supera los dos kilómetros. Allí, esa frase tan contundente del oficial venezolano se la creí; soy Arijuna y no podré seguir a Colombia por el riesgo que presentaba pasar por las trochas. Mientras, el funcionario hacía valer su poder, un guajiro recibía 5.000 bolívares por la colecta entre cada uno de los pasajeros para dejarnos pasar.
“Ajá son 2.000 mil bolívares por la camioneta, pa ´que los estáis calentando, entrégalo y pasáis”, dijo sin vergüenza otro militar en Guarero, ese es el punto final de la travesía por asfalto para “comenzar el peligro”, como nos dijo Cheo cuando la mosca (un hombre montado en una moto que funge como guía por las trochas) nos dio la señal de entrada por el paso selvático de la frontera.
A pocos metros, un hombre harapiento y con una mochila nos esperaba junto a un palo que impedía el paso con una cabuya (mecate) en medio de la vía. La vacuna eran 100 bolívares para seguir el trayecto ilegal. La hora de almuerzo transcurrió sin comer; pero la sudoración el miedo nos atrapó a las 2:24 de la tarde de ese peligroso miércoles que no impidió contabilizar 48 puntos de controles donde niños, niñas, jóvenes, mujeres embarazadas, ancianos y personas de cualquier edad están en la carretera arenosa para cobrar por el paso.
“Ahí viene el Ejército!”, gritó desesperado el colector “El bebé”, quien se encargó de palabrear con los oficiales venezolanos el pago y después le tocó la tarea de negociar con los guajiros que se ocultan en esa zona boscosa de Colombia y Venezuela.
“El problema no son los guajiros, porque ellos comen… El problema es con el Ejército, que ellos disparan sin importarles nada ni nadie y ahora menos porque estamos en un estado de excepción”, nos decía Cheo, mientras aceleraba y formaba una nube de tierra para huir de las autoridades.
La salivación, el miedo y el susto fue increíble. “¿Ya estamos a salvo?” Le preguntaba a cada rato pasando una y otra alcabala improvisada que tenían letreros pegados en los árboles de 200 y 500 bolívares. La carretera es estrecha y con baches que por el exceso de velocidad, generó la caída de unos de los colectores, que fue abandonado y recogido posteriormente por el hombre de la moto (la mosca).
En el puesto 47, una cadena con un candado retrasó el paso al suelo colombiano. Allí arrecia el cobro de los guajiros para seguir. Hay que pagarles, no importa la edad, pero hay que negociar con ellos. A pesar que sea un niño que no supera los nueve, no queda otra opción. Se tiene que pagar y poder llegar a la trocha número 48 que finaliza la odisea el suelo venezolanano.
Es paradógico que siendo venezolano tengamos una mayor sensación de seguridad en Colombia que en nuestro país. Ocho puntos de mecates (cabuyas) colombianas sorteamos y después de una hora de trayecto por la selva fronteriza podíamos decir que cumplimos el sueño de salir de Venezuela irrespetando el decreto presidencial. Fueron 12 horas y 10 minutos de un recorrido lleno de corrupción, impunidad, indignación, tristeza, es una frustración que da dolor por un país donde los militares no cumplen con su lema. “El honor es nuestra divisa”.