Investigación advierte que "el mando no basta cuando se es mujer en el Ejército"
Aunque algunas han alcanzado cargos de mando, su autoridad sigue siendo cuestionada en una institución que asocia el liderazgo con atributos masculinos.
Aunque llevan insignias y toman decisiones, las mujeres oficiales del Ejército Nacional de Colombia siguen enfrentando desobediencia, vigilancia y deslegitimación. Su presencia en la jerarquía militar aún no se traduce en autoridad reconocida, según una investigación de la Universidad Nacional de Colombia (Unal).
Desde 2009 las colombianas pueden formarse como oficiales de armas, lo que les permite desarrollar una carrera profesional militar con funciones de mando y estrategia en alguna de las ocho especialidades del Ejército, entre ellas Infantería, Caballería o Inteligencia.
El proceso exige más de cuatro años de formación en la Escuela Militar, y al egresar tienen la posibilidad de ascender hasta el máximo rango en la jerarquía: el de general.
Aunque algunas mujeres han alcanzado cargos de mando, su autoridad sigue siendo cuestionada en una estructura que asocia el liderazgo con atributos masculinos y desconfía de otras formas de ejercerlo.
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Esta tensión se refleja en prácticas cotidianas que socavan su legitimidad como figuras de autoridad: desobediencia, desconocimiento de sus órdenes, o la exigencia constante de demostrar su competencia, solo por el hecho de ser mujeres.
La investigadora Estefanía Salazar Manrique, magíster en Estudios Culturales de la Universidad Nacional, adelantó un estudio sobre las experiencias de 37 mujeres oficiales, quienes le revelaron que en ocasiones deben mostrarse “más duras que los hombres” para obtener respeto, porque de lo contrario su liderazgo no es reconocido y su autoridad es percibida como débil.
Incluso cuando ostentan rangos como teniente o capitana sus decisiones se ponen en duda o se enfrentan a comentarios que cuestionan su autoridad.
Las barreras invisibles del liderazgo femenino

El Ejército de Colombia se estructura como una pirámide jerárquica: en la base están los soldados regulares y profesionales, luego la suboficialidad, y en la cúspide los oficiales, quienes toman las decisiones estratégicas. Dentro de esta jerarquía operan las llamadas especialidades de las “armas”.
Las mujeres comenzaron a ingresar a la profesión de las armas hace apenas 15 años. Según cifras recolectadas hasta 2022, el rango más alto que han alcanzado es el de capitana.
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De 2.183 mujeres uniformadas registradas, apenas 501 ocupaban cargos como oficiales de armas, frente a más de 100.300 hombres que integran la Institución. Sin embargo el ingreso no garantiza igualdad ni aceptación en el ejercicio del mando, pues ellas consideran que constantemente están vigiladas.
“Si las oficiales de armas son muy duras, se les critica por no ser femeninas, y si son muy suaves se les critica por no ser aptas para el mando. Entonces viven en una exigencia constante por lograr un equilibrio imposible”, afirma la magíster.
A este panorama se suman las tensiones, que no se agotan en la cadena de mando, sino que además se filtran en la representación institucional. Durante su investigación, a través de diversos grupos focales y ejercicios de fotoprovocación (comparando imágenes institucionales de hombres y mujeres posteadas en las redes sociales del Ejército), las oficiales reconocen que el relato institucional insiste no solo en devolverlas, sino en representarlas dentro del ámbito del cuidado y la delicadeza.
Mientras los hombres se muestran como aguerridos y armados, ellas aparecen con flores, mascotas o trajes formales con falda y tacones. Esa diferencia representa una feminización forzada de su imagen frente al ideal heroico masculino.
“La jerarquía de género puede pesar más que la jerarquía militar. A pesar del entrenamiento, la experiencia y las insignias, las mujeres deben probar constantemente su capacidad de mando en un entorno que tolera su presencia pero que aún no reconoce su poder”, subraya la investigadora.
Vigiladas dentro y fuera del uniforme

Otra de las tensiones halladas en la investigación es la manera en que el cuerpo de una mujer oficial se convierte en objeto de constante observación, no solo en el ejercicio de sus funciones laborales, sino también en su vida privada e íntima.
Su corporalidad es leída, comentada y regulada, convirtiéndose en un terreno donde se proyectan expectativas de género, se formulan juicios y se refuerza el control institucional, incluso más allá del uniforme.
Según la magíster, el uniforme, lejos de igualarlas, las expone. Algunas denuncian presiones para entallarlo y resaltar su figura, mientras otras prefieren llevarlo como forma de resistencia frente a la sexualización de su imagen; pero cualquier decisión es leída y juzgada.
A pesar de conocer las barreras que impone una institución históricamente hipermasculinizada, muchas mujeres deciden ingresar al Ejército movidas por razones vocacionales o económicas.
Algunas buscan estabilidad laboral, una carrera con ascenso asegurado, salario fijo y pensión tras 25 años de servicio. Otras lo hacen por convicción: provienen de familias de militares o vieron en el uniforme una forma de justicia, especialmente quienes vivieron la violencia del conflicto.
En tal sentido, varias de las mujeres que ingresan a la carrera militar provienen de la Región Andina y de ciudades capitales, en donde enfrentan dificultades para encontrar empleo estable o acceso a educación superior. Ante este panorama, el Ejército se presenta como una opción concreta de ascenso social y de reconocimiento.
"La presencia de mujeres en las filas del Ejército no se puede entender solo como un logro estadístico. Mientras persistan las estructuras que limitan su autoridad, vigilan sus cuerpos y silencian sus voces, la inclusión será apenas una fachada. Siendo así, es necesario transformar las lógicas que las marginan y garantizar condiciones reales de equidad. Ellas tienen derecho a desempeñar su profesión sin ser cuestionadas y a vivirla sin ser vigiladas", concluyó la investigación de la Unal.
