Share:

La herida que no cierra

Cuando pensamos en la esclavitud, la imagen que asalta de inmediato es la de barcos negreros cruzando el Atlántico, cadenas herrumbrosas, látigos y subastas humanas en plazas coloniales. Y es comprensible, esa herida sigue supurando en nuestra memoria y en la cultura de pueblos enteros. Pero reducir la esclavitud a un fenómeno europeo y blanco es, además de injusto históricamente, un error conceptual que oculta la verdadera raíz del problema: la avaricia del poderoso sobre el débil, una constante de la humanidad que se reinventa en cada época y que, aún hoy, sigue activa bajo formas más sofisticadas, pero no menos crueles.

Los registros más antiguos nos muestran que la esclavitud ya estaba presente en Mesopotamia, hace más de 4.000 años, vinculada a la guerra, las deudas o la servidumbre doméstica. Egipto, Grecia y Roma perfeccionaron el sistema, convirtiendo a los esclavos en engranajes esenciales de sus economías y en piezas intercambiables de un orden social que nunca los reconoció como iguales. En África, mucho antes de la llegada de los europeos, distintos reinos esclavizaban a pueblos rivales y los utilizaban como moneda política o militar. En América, los pueblos originarios también practicaron formas de servidumbre y trabajo forzado, en las que la dominación y el sometimiento no necesitaban de piel blanca para legitimarse.

El tráfico transatlántico de esclavos, brutal y masivo como ningún otro, terminó por instalar en el imaginario colectivo la idea de que la esclavitud fue invención europea. No lo fue. Europa la sistematizó, la industrializó y la volvió pilar de un modelo económico global, pero la semilla ya estaba ahí, cultivada durante milenios en distintos rincones del planeta. La esclavitud es, en realidad, una aberración transversal a culturas, religiones y geografías. Su motor no es la ideología, ni la raza, sino la codicia y el afán de dominación.

Aceptar esta verdad incómoda no significa relativizar el horror colonial ni minimizar la responsabilidad de quienes convirtieron a millones de africanos en mercancía. Significa comprender que el problema es más profundo y más humano. El poder, cuando no encuentra límites, degrada. La esclavitud no se explica por el color de la piel del verdugo, sino por la lógica de sometimiento que atraviesa toda la historia de la humanidad. Esa misma lógica que sigue operando hoy, bajo nombres más pulcros y presentaciones más aceptables.

Lamento decirlo, pero la esclavitud no es pasado. La Organización Internacional del Trabajo calcula que más de 50 millones de personas viven actualmente bajo alguna forma de esclavitud moderna. Están en las maquilas invisibles que fabrican la ropa que usamos a precios absurdamente bajos; en los campos agrícolas donde jornaleros sin papeles trabajan jornadas interminables por monedas; en las redes de trata que convierten a mujeres y niños en mercancía sexual; en las minas clandestinas donde se arriesga la vida a cambio de un puñado de minerales que después brillarán en nuestros teléfonos móviles.

Son esclavitudes disfrazadas de contratos laborales, de promesas migratorias, de cadenas de suministro globalizadas. Y aunque los látigos ya no se escuchan en las plazas, el sufrimiento sigue siendo real, cotidiano y devastador. Hemos sustituido las cadenas de hierro por grilletes invisibles, deudas impagables, amenazas, manipulación psicológica, dependencia tecnológica o la desesperación que obliga a aceptar lo inaceptable.

El relato cómodo de que la esclavitud fue una atrocidad “superada” nos adormece. La realidad es que el monstruo se adaptó a los tiempos. Hoy, en pleno siglo XXI, seguimos construyendo prosperidad sobre la explotación de millones de seres humanos que no tienen libertad de elegir su destino. Seguimos justificando, consciente o inconscientemente, que para que unos pocos disfruten de bienestar y abundancia, otros deben vivir en condiciones indignas, casi siempre invisibles a nuestros ojos.

Por eso resulta necesario recordar, con crudeza, que la esclavitud no fue un accidente histórico de Europa ni un desvarío de una sola civilización. Fue y es, el resultado de la condición humana enfrentada a su peor espejo: la tentación de creer que el otro vale menos, que el otro es utilizable, que el otro es desechable.

La memoria histórica nos obliga a no olvidar el horror colonial, pero también a reconocer que la esclavitud está más cerca de lo que creemos, en nuestras calles, en nuestros consumos, en nuestros silencios. La verdadera lucha contra la esclavitud no es un capítulo cerrado en los manuales de historia, sino un desafío moral permanente, que consiste en aprender a identificar y desmontar cada una de sus mutaciones.

Mientras haya un ser humano encadenado, ya sea por la fuerza del hierro, el miedo o la necesidad, la herida de la esclavitud seguirá abierta. Y esa herida nos pertenece a todos. No a Europa, África o América, sino a la humanidad entera, culpable de repetir, una y otra vez, la misma atrocidad.