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El inolvidable

Los tres años y medio que han transcurrido desde la teatral posesión de Gustavo Petro han estado marcados por un sinfín de escándalos, confrontaciones, renuncias, denuncias posteriores a renuncias, audios insólitos y una puerta rotativa de funcionarios que hacen difícil intentar volver a ver el panorama tal y como estaba a mediados de 2022. Puntualmente, me refiero a intentar ubicar posturas que el presidente hubiese podido adoptar, objetivos que hubiese podido perseguir o inclusive formas diferentes en que hubiese podido materializar ese sueño que al desnudo le confesó a Daniel Coronell, de ser inolvidable. Y es que, a ver, es absurdo pensar que la mayoría de políticos que efectivamente compiten por los escalafones más altos del poder no deseen, en cierta medida, al igual que Petro, ser “inolvidables”, partiendo de la suposición, quizás errada, de que pocos aspiran conscientemente a ser olvidables.

Ciertamente hay muchísimas formas de ser inolvidable, y quizás el error cardinal en la estrategia de Petro es querer serlo en todo, presentar una adicción a buscar el obstáculo en cada cruce para disfrazarlo de lucha. A mi juicio, el Presidente fue a buscar afuera lo que tenía aquí en casa, encontró en la lucha palestina, en la lucha contra el cambio climático y en incontables luchas milenarias más sus “caballitos de guerra”, que por la misma irrelevancia de Colombia en dichos contextos, difícilmente le iban a servir como ese puente hacia la inmortalidad, mientras que pudo ser el protagonista de una historia con un potencial poderosísimo acá, en su patio trasero.

Petro pudo haber usado su victoria en las elecciones presidenciales para contar una historia de éxito institucional, hablar de cómo su llegada al poder es un hecho que no se explica sin el marco pluralista de la Constitución del 91, que en algún momento se atribuyó en cierta medida. Hablar de un verdadero éxito de un proceso de desmovilización de un grupo guerrillero y su paulatino establecimiento dentro del sistema político, y de ahí hacer el llamado, que en algún momento hizo “inolvidables” a personajes como Mandela o Arafat, que han de ser agradables a los ojos de nuestro mandatario, a la renuncia de la lucha armada como medio legítimo de hacer política. Lógicamente, hacerle eco a ese mensaje permitiría, a su vez, despolitizar la necesidad de emplear la fuerza pública y la inversión para garantizar presencia estatal en las zonas donde hacen enclave las estructuras criminales que actualmente hostigan al país.

Si bien el cometido de acabar con la violencia criminal, disfrazada de violencia política, requiere más que solo discursos, hay que decir que el discurso que terminó empleando el presidente a lo largo de su cuatrienio, lejos de ayudar a sanar, ha reabierto heridas que estaban cicatrizando, a través de su constante y ridícula romantización de la lucha política armada mediante su adulación a personajes como Amarales y Bateman o el desempolve de la bandera de la guerra a muerte. Ese discurso, mezclado con su incapacidad para llevar un gobierno que funcionase sin chocar constantemente con el marco institucional, ha llevado a una especie de reivindicación de esa necesidad de “luchar contra el sistema”, añadiendo leña al fuego de una violencia política civil que viene ganando fuerza y que ya cobró la vida de un candidato presidencial. Es difícil disociar un ambiente de polarización de un presidente cuya gestión misma ha consistido en una seguidilla de “luchas”, muchas de ellas iniciadas o instigadas por el propio mandatario, a sabiendas de que tenía las de perder, con miras a pulir la imagen de este guerrero incansable. De una forma casi irónica, Petro parece haber identificado en su intransigencia aquello que le va a hacer pasar a la historia, armado, por supuesto, de un convencimiento absoluto de que sus convicciones no sólo son suyas, sino que son las correctas, y que por ello mismo responde a un llamado de la historia cuando rehúsa corregir el rumbo antes que chocar contra la realidad.

Petro tuvo en sus manos la posibilidad de producir un cambio de paradigmas para la historia colombiana, que por fin permitiese entender, en consenso, que la seguridad y garantizar el control del territorio nacional no corresponden a un objetivo ideológico, sino a un presupuesto básico de un Estado que garantiza la pluralidad política en democracia. Pero escogió el camino del guerrero y, al hacerlo, puso a correr sangre de heridas que se creían sanadas.

Mucho se hablará, con toda razón, de los efectos negativos a mediano y largo plazo que sufrirá el país a causa de este gobierno en los años que sigan a su salida, en materia de finanzas públicas, inflación, seguridad y demás ítems. Pero quizás los más nocivos sean aquellos que no se pueden medir en toneladas, barriles o puntos del PIB, aquellos que, a lo mejor, todavía no podemos identificar con precisión, pero que no se explican sin un presidente que decidió, antes que tranzar, morir de cara al sol.